¿La hora de los filósofos?
El filósofo español Daniel Innerarity tiene razón al mostrarse muy preocupado de que a estas alturas de la pandemia se empiece a llamar a los filósofos para que aclaren qué es lo que está pasando y qué nos espera en el futuro. Deberíamos sentirnos muy gratificados de que se nos considere -reflexiona-, pero la verdad es que si nos están llamando, ello se debe a que los que deberían saber qué hacer -científicos, médicos, políticos, gobernantes- no tienen la menor idea al respecto.
Entonces, la actual apelación a la filosofía se parece más a un gesto desesperado que esperanzador, puesto que los filósofos tampoco tienen las respuestas. Su quehacer se ha relacionado siempre con preguntas antes que con respuestas, con problemas que con soluciones, y el propio filósofo español ha sostenido más de una vez que uno de los objetivos de la actividad filosófica es salvar los problemas, o sea, mantenerlos vivos y vigentes, sin darlos fácilmente por superados. La filosofía, como afirma su compatriota Fernando Savater, no consiste en salir de dudas, sino en entrar en ellas.
Todo lo más que puede esperarse de la filosofía es que colabore en un mejor planteamiento de los problemas, puesto que un problema bien planteado, a diferencia de otro que esté mal enunciado, tiene mayores posibilidades de ser resuelto o encaminado hacia una solución. Y algo que debe cuidarse especialmente a la hora de identificar y plantear un problema es el uso de las palabras, del lenguaje que utilizamos para comunicarnos unos con otros. Un uso descuidado o negligente del lenguaje puede perjudicar en mucho el planteamiento de un asunto y producir baches en el camino que sea preciso recorrer para superarlo.
Tal uso descuidado o negligente del lenguaje, habitual en el habla común que todos utilizamos a diario, ha cundido también, hace ya rato, entre quienes se dedican a la actividad política. Han empobrecido su lenguaje, por una parte, mientras que, por otra, suelen utilizarlo como un arma arrojadiza que lanzar a la cara de sus adversarios políticos, a quienes presentan no como lo que son -adversarios-, sino como enemigos, una práctica que a veces se emplea incluso con hipocresía y solo para conseguir las cámaras que se encienden no cuando alguien afirma algo sensato y sí cuando un actor político cualquiera dice o hace algún vistoso disparate. Uno puede entender que la normalidad no sea una gran noticia, ¿pero por qué tienen que serlo, constantemente, la desmesura, el insulto, la grosería, las agresiones verbales?
No es esta la hora de los filósofos, porque cualquier hora lo es. La filosofía está siempre allí, en lo suyo, examinando, preguntando, dudando, arriesgando una que otra afirmación, y recordándonos, con Sócrates, que no siempre sabemos lo que creemos saber, o que sabemos menos de lo que creemos saber, o que, sabiendo algo, no contamos con el lenguaje adecuado para transmitirlo a los demás de manera clara y persuasiva.