Solidaridad y fraternidad: los grandes olvidados
Profesor Escuela de Derecho Universidad de Valparaíso "Ha sido la inexistencia de espacios comunes de confluencia en cuanto ciudadanía, la causa de la desconexión de la clase dirigente con la realidad social". Pedro Fierro Director de Estudios de Piensa y académico de la UAI "A diferencia de lo que sucede con el derecho a la vida, la postura que se le puede exigir al Estado en el derecho a pensiones dignas responde a otro tipo de parámetros".
El derecho a la seguridad social es, sin duda, una de las carencias más sentidas por la población en general, ya que en ella se vive y experimenta a diario la desigualdad de trato y respeto que reciben los ciudadanos de sus instituciones. Dicha proximidad de la seguridad social con el sentimiento de justicia de trato se debe a que su fin propio es la protección de los ciudadanos ante aquellos riesgos que exceden su capacidad individual de respuesta y que inexorablemente lo colocan en un estado de precariedad (vejez, enfermedad, discapacidad y cesantía). Así, una sociedad que le da la espalda a tales preocupaciones, lisa y llanamente expulsa de la comunidad a los ciudadanos que ya no son útiles ni productivos, sino una carga, siendo, a lo sumo, susceptibles de ser objeto de actos de caridad.
De este modo, la reivindicación del derecho a la seguridad social en el nuevo texto constitucional lo es del valor de la solidaridad, entendida no como caridad, sino como valor fundamental para la formación de vínculos de cohesión social, forjados en la responsabilidad de las instituciones de hacer efectivo el derecho a tener derechos de los ciudadanos en atención a su condición de seres de fines. Pues, solo la solidaridad tiene el potencial de hacer visible el valor superior de la ciudadanía democrática frente al ciudadano-consumidor, en cuanto que todos tienen derecho a recibir de las instituciones un trato y respeto justo y equitativo, congruente con su común calidad de personas morales libres e iguales en derechos.
Si se examina la realidad institucional configurada en los ámbitos propios de la seguridad social al amparo del actual texto constitucional, se puede, claramente, apreciar la ausencia del valor de la solidaridad. Lo cual, a la postre, ha significado que los individuos no tienen más poder, derechos y oportunidades que aquellas que puedan procurarse a través de las opciones que el mercado le ofrezca en virtud de su capacidad económica individual. Los ciudadanos son así segregados y discriminados en el acceso a los bienes fundamentales para su inserción social en dignidad y derecho como miembro de una comunidad política de iguales, en cuanto ciudadanos.
En consecuencia, el valor de la solidaridad está muy próximo al valor de la fraternidad, pues ambos incorporan una mirada colectiva y colaborativa en el tratamiento de los problemas sociales, desterrando la indolencia del individualismo posesivo.
Si bien es cierto que la articulación del esquema institucional de seguridad social es un asunto de naturaleza legislativa, ello no obsta a que la Constitución imponga al legislador el deber de considerar a la solidaridad como piedra angular del sistema de seguridad social. Un cambio de esa magnitud, que va de la mano con la construcción de un Estado Social de Derecho, implicaría un giro radical respecto a las políticas asistencialistas y focalizadas de los últimos 40 años, iniciando el camino a la construcción de un espacio común de equidad de trato y respeto, donde se encuentren políticos, empresarios, obreros, profesionales, cesantes, jubilados, etc., reconociéndose que son parte de una comunidad de destino, a pesar de sus diferencias de estatus sociales y económicos.
Ha sido la inexistencia de espacios comunes de confluencia en cuanto ciudadanía, la causa de la desconexión de la clase dirigente con la realidad social y la subsecuente miopía para afrontar los problemas sociales con verdadera lógica de cohesión e integración social, pues cada uno vive, segregados en mundos privados y ciegos entre sí. Vaya que sería diferente si la seguridad social fuera la catalizadora del valor republicano de la igualdad de trato y respeto, y por ende, los bienes propios de la inserción social dependieran de una sólida y extendida red institucional pública y solidaria, cuyo financiamiento fuera a través de impuestos directos y progresivos a la capacidad económica de los contribuyentes, superando la anacrónica lógica contributiva de cargo de la fuerza laboral activa, toda vez que la seguridad social es un asunto que debe convocar y concernir a todos por vía de justicia tributaria.
Solidaridad y fraternidad, en definitiva, son los compañeros olvidados de nuestra historia constitucional reciente y deben ser los invitados de honor en el camino constitucional iniciado hacia una sociedad más plena en dignidad.
Seguridad y realidad social
A estas alturas parece evidente que se nos avecina una discusión constitucional especialmente compleja. Pese a que los ciudadanos parecen no esperar mucho del proceso que iniciaremos -la reciente encuesta CEP nos habla de un 93% de chilenos que cree que el país está estancado o en retroceso-, lo cierto es que el debate electoral ha estado colmado de promesas y de un maximalismo que será difícil de procesar. Por lo mismo, se ha insinuado en reiteradas ocasiones que uno de los conceptos más relevantes del proceso debiese ser el de "realismo", especialmente cuando se habla sobre derechos sociales.
Resulta algo insólito que debamos seguir insistiendo en el realismo a estas alturas. Los mismos tratados internacionales firmados por Chile -esos que nos comprometimos a respetar y resguardar en el futuro debate constitucional- entienden que la promoción de algunas garantías debe quedar supeditada a las condiciones particulares de los territorios. Sin ir más lejos, el Pacto de San José de Costa Rica realiza una explícita diferenciación entre el resguardo de los derechos clásicos -o de primera generación- y la promoción de derechos económicos, sociales y culturales- o de segunda generación-. En sencillo, se nos plantea que, a diferencia de lo que sucede con el derecho a la vida o con el derecho a sufragio, la postura que se le puede exigir al Estado en el resguardo de, por ejemplo, el derecho a pensiones dignas responde a otro tipo de parámetros. En su artículo 26, el Pacto habla del "desarrollo progresivo" que deben promover los Estados partes a la hora de resguardar los derechos sociales. De esta forma, no compromete a las naciones en términos absolutos, sino más bien las insta a "adoptar las providencias, tanto a nivel interno como mediante la cooperación internacional, especialmente económica y técnica, para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos (…)".
La razón de esto parece evidente. Los Estados pueden y deben asegurar el respeto a la libertad de expresión, pero resguardar el derecho a una educación de calidad supone previamente ciertas condiciones materiales que no todos los firmantes gozan. En otras palabras, el Pacto de San José de Costa Rica comprende que los diversos problemas de política pública que aquejan a los países miembros no serán solucionados por el simple hecho de que se reconozcan en un papel.
Si bien esta idea de "desarrollo progresivo" se aplica para todos los derechos sociales -educación, trabajo, entre otros-, se ha vuelto en estas semanas especialmente palpable en lo que concierne a seguridad social, especialmente cuando se habla de pensiones.
Intentando dilucidar la multidimensionalidad de los eventos ocurridos el 18 de octubre del 2019, una de las pocas aristas compartidas por todo el espectro político se relacionaba con la necesidad urgente de mejorar el nivel de pensiones de los ciudadanos. Por lo mismo, para muchos ha resultado grotesco ver cómo en las últimas semanas hemos terminado por empeorar aún más los míseros recursos con que viven gran parte de los chilenos. Con un nivel de liviandad sorprendente, se ha sugerido incluso que tenemos por delante un "esperanzador" camino -la Convención Constitucional (¿?)- que nos invitará a dialogar y acordar mejores pensiones para todos. Así de simple, prescindiendo de cualquier sentido de realidad posible (ese que los mismos pactos internacionales comprenden) y actuando como si los recursos nacieran desde los árboles. Movidos por el ingenuo anhelo de que "el libro mágico de la Constitución" responderá a un problema de política pública que no hemos sido capaces de solucionar en los últimos 20 años.
La seguridad social debe ser una prioridad en la discusión constitucional. Nuestra futura Carta Magna deberá apuntar a la consecución de pensiones dignas que nos permitan a todos una realización personal. Sin embargo, debemos ser lo suficientemente claros en advertir que nuestro tremendo problema no se solucionará por un mandato constitucional. La realidad es que ayer teníamos míseras pensiones y que hoy, por el camino que hemos tomado, son incluso peor.
Dr. Carlos Dorn Garrido