Maquiavelo entre nosotros
Un fantasma recorre la Convención Constitucional: es el fantasma de Maquiavelo. Pero ¿cuál Maquiavelo? ¿El del Príncipe o el de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio? ¿El autor del manual implacable para conservar el poder o el férreo defensor de la República y sus virtudes? Desde luego, el florentino no es el único espectro que ronda la asamblea, hay otros aguardando su turno. La dificultad es que carecemos de un Dante y de un Virgilio que puedan adjudicar nuestra pertenencia al infierno, purgatorio o cielo.
Lo anterior porque la Convención Constitucional es un hecho inédito en nuestra breve historia republicana, y solo podemos intuir a qué puertos y desenlaces habrá de conducirnos. En este escenario de incertidumbre política, y pese a su escritura enigmática y ambigua, Maquiavelo es un guía espléndido, siempre que sus consejos sean apreciados por espíritus realistas, dialogantes y, ante todo, virtuosos.
De Maquiavelo se ha escrito hasta el hartazgo. Desde lecturas que lo visualizan como el fundador de la ciencia política moderna (the real politic), destrozando los reinos o repúblicas imaginarios planteados por los filósofos clásicos, hasta perspectivas que lo reconocen como un pluralista y un formidable conocedor de la condición humana, sabedor de que ésta alberga valores antinómicos, no necesariamente morales. En este sentido, Maquiavelo ha reescrito la Ética a Nicómaco de Aristóteles oponiendo a la virtud griega la virtú del príncipe y de la república. Mientras la primera persigue un telos, un propósito, que no es otro que la eudaimonia (felicidad), la virtú maquiavélica es éticamente indiferente (ni siquiera neutral) y está animada por las ideas de bien público y de igualdad ante la ley. En el origen puede haber terror, impiedad y hasta injusticia, pero el príncipe jamás ha de perpetuarlas sin un motivo concreto que lo justifique.
El maestro florentino sabe a la perfección, como sostiene Spinoza en su Tratado político (1677) que "habrá vicios mientras haya seres humanos" de modo que, frente a la disyuntiva del príncipe entre ser amado o temido por su pueblo, debe preferirse lo segundo, pues el temor solo depende del gobernante. Lo que el príncipe (y, por extensión, todo mandatario) debe evitar es ser odiado por la ciudadanía. Por ello, ha de administrar el poder con la severidad del emperador romano Septimio Severo, pero también gobernar con la sabiduría del emperador filósofo Marco Aurelio, a fin de mantener el poder. Todo depende de las circunstancias políticas concretas y de la siempre veleidosa fortuna.
La Convención Constitucional, como nuevo príncipe, ha de emplear los medios necesarios para fundar la nueva Constitución sobre bases sólidas y realistas, pero siempre enfocada en que su propósito a mediano plazo es el bien común de la República, el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley.
por fernán rioseco
académico filosofía uv