Esquinas de siempre
El tipo se instala en la esquina donde se encuentran la plaza Aníbal Pinto y calle Esmeralda. Abre una mesita portátil y desde del interior de un maletín, de esos que usaban los médicos de las novelas de Cronin, saca una serpiente. No muy larga, pero algo gruesa. No con naturalidad se la cruza por el cuello como si fuera una bufanda.
El réptil, adormecido, pareciera indiferente al intenso tránsito del sector, incluyendo el paso de ruidosos tranvías que semejan una maestranza en movimiento.
El hombre, con su serpiente en el cuello, despierta la curiosidad de los transeúntes. Ha logrado su objetivo y desde el mismo maletín saca un estuche pequeño, una botella vacía de vino y trozos de vidrio.
Y comienza un discurso con buena voz y perfecta modulación: "No vengo a vender, vengo realmente a regalar. Vean ustedes este instrumento- abre el estuche y extrae un pequeño martillo con una punta brillante-, este es un diamante profesional, similar al que se usa para cortar vidrios".
Continúa: "Con este instrumento en la casa ustedes podrán resolver muchos problemas, desde reparar una ventana sin el alto costo que significa traer a un vidriero -corta uno de los vidrios de la mesita- hasta hacer un florero o un vaso a partir de una simple botella -y corta la botella y con el martillito hasta hace unos dibujos que convierten el envase en algo bastante atractivo. Y pueden poner sus iniciales o las de alguna dama.
Es breve en la demostración, tentador y preciso en el discurso. Lo hace mejor que cualquier político. Y viene el ofertón: "Hoy día, especialmente para Valparaíso, ofrecemos este útil producto, que serviría hasta para montar un negocio, en sólo 80 pesos. Una oportunidad que no volverá a repetirse".
Mientras habla va sacando otros estuchitos con la mágica herramienta. Alguien del público -quizás un socio por no decir cómplice- hace la primera compra que rompe la timidez del grupo. Otros también compran pensando en floreros y vidrios rotos que repararán antes que se inicie el invierno.
Hecha las ventas, guarda su serpiente, sin duda llegada en racimos de plátanos importados de Ecuador, pliega su mesita y parte en dirección opuesta a la de su socio.
La escena ocurre hace décadas y la esquina, a las puertas de la conocida Casa Jacob, hoy desaparecida, era un atalaya privilegiada para predicadores y para esos charlatanes que vendían las últimas novedades "llegadas de Europa", cuando las importaciones eran casi imposibles y los productos extranjeros escasos.
En esa esquina recordamos también al vendedor del "Matamanchas", un grueso lápiz que sacaba al instante molestas manchas de la ropa, esas de vino tinto y aquellas delatoras del paso de un rouge por la camisa blanca de un caballero.
Vimos también al tipo que ponía en su mesita una especie de rollo de alambres. Con rápidos movimientos lo convertía en un brillante canasto que serviría para ordenar la cocina, guardar frescas las verduras y los huevos y también para poner en su interior un macetero con plantas de interior y colgarlo en el salón. Producto eterno, de acero sueco inoxidable a precio de promoción.
El dentista sobreviente
A pocos metros, en el número 49, numeración antigua de la plaza, está en el segundo piso la consulta y residencia del dentista norteamericano Charles Davies.
Son las seis y media de la tarde invernal y está oscuro. El profesional, de 70 años, está trabajando y siente ruidos extraños en la puerta. Baja la escala, abre la puerta y se encuentra cara a cara con un individuo, bien vestido, que intenta escapar.
Davies, fornido, lo toma de la chaqueta con fuerza. Los dentistas tienen fuerza en las manos, especialmente en esos tiempos en que se extraían dientes sin gran tecnología ni anestesia.
Imprudente, exige explicaciones. El individuo aparenta decir algo y sacar algún documento de identidad y en el forcejeo intenta empujar a Davies al interior de la casa y lo golpea en la cabeza con un pequeño pero pesado garrote. La víctima cae al suelo desvanecido; antes alcanza a lanzar gritos pidiendo ayuda.
El agresor huye pero es perseguido por el guardián de la Policía Ernesto Fernández y por dos transeúntes, a los cuales se unen otras personas.
Larga persecución hasta la avenida Errázuriz. El policía solo está armado con un yatagán con el que golpea al prófugo, que logra huir hasta esconderse entre bultos de mercadería almacenada en plena calle, pero es descubierto. Reducido por sus perseguidores, es fuertemente atado. Los captores lo llevan hasta la casa de Davies, quien reconoce al agresor.
Se cierra con esa captura la serie de asesinatos que tenía aterrorizado a Valparaíso desde el 4 de septiembre de 1905, cuando fue ultimado Reinaldo Tillmanns. Siguieron luego los homicidios de Gustavo Titius (14 de octubre) e Isidoro Challe (15 de abril de 1906). Asociado a estos casos estaba el asesinato en Santiago de Ernesto Lafontaine, el 7 de enero del año anterior.
En el trayecto de fuga aparecieron después un manojo de llaves ganzúas, una daga de acero y el pequeño garrote, llamado "tonto", que aseguraban los delincuentes con un cordel a la muñeca y ocultaban en la manga de la chaqueta.
Conducido a la Comisaría, el juez del crimen, Vicente Santa Cruz, dispone su estricta incomunicación en la Sección Detenidos. El preso es Emilio Dubois, supuestamente francés, que se hacía pasar por ingeniero de minas.
Conmoción local y nacional por la detención. Toda la prensa informa del hecho y revive los casos anteriores. El magistrado, entonces investigador y sentenciador, reúne pruebas fuera de las encontradas en las calles. Dubois no reconoce sus crímenes, pero Santa Cruz lo condena a muerte, sentencia confirmada en instancias posteriores. Un grupo anarquista pide el indulto y también su esposa, Úrsula Morales. El Presidente de la República Pedro Montt rechaza las solicitudes y Dubois es fusilado en la antigua Cárcel Pública de Valparaíso en la madrugada del 26 de marzo de 1907.
Fusilamiento y venganza
Y vamos a otra esquina de la caprichosa y hoy maltratada plaza Aníbal Pinto, en un tiempo denominada Plaza del Orden. De esa otra esquina parte, en forma ascendente, la calle Cumming, que remata en la plaza Bismark de la avenida Alemania, pasando por los cementerios Uno y Dos, por el de Disidentes, y por la antigua Cárcel Pública.
El origen del nombre, Cumming, que se pierde en el tiempo, tiene un profundo alcance político que viene de la revolución de 1891.
Ricardo Cumming era un estimado comerciante de Valparaíso. Activo opositor a Balmaceda, había participado en varias acciones revolucionarias, especialmente ayudando a las fuerzas basadas en el norte del país tras la sublevación de la escuadra.
Decidido, aceptó una comisión del comité revolucionario que operaba en Santiago: sabotear el vapor "Imperial" y las torpederas "Condell" y "Lynch", que por su andar amagaban a las unidades sublevadas procedentes del norte.
Cumming contrató cómplices para la operación, que ni siquiera se pudo iniciar. Fue sorprendido y detenido.
Sometido a un consejo de guerra, fue condenado a muerte junto a Nicolás Piloteo y Pío Sepúlveda.
Presiones de todos lados para lograr el indulto. El Cuerpo Diplomático y el arzobispo Casanova rogaron al Presidente Balmaceda. La esposa, Silva Montt de Cumming, buscó la intercesión de Encarnación Fernández, madre del mandatario, quien llegó hasta La Moneda con la petición.
"Imposible, se desmoralizarían el Ejército y la Marina", habría sido la respuesta del Presidente a su madre.
Los acusados fueron fusilados en Valparaíso el 12 de julio de 1891. La ejecución se sumó a otros casos de tortura y muerte. Escribe el historiador Encina: "El fusilamiento no intimidó a nadie, y la sombría voluntad de vengarlo exaltó la combatividad de las tropas que vencieron en Concón y Placilla en una medida desconcertante". Miles de muertos de ambos bandos y, finalmente, el suicidio de Balmaceda.
por segismundo