El Índice de Percepción de la Calidad de Vida (IPCV) en la Región de Valparaíso se mantiene bajo la medianía de acuerdo a la encuesta anual que realizan la Fundación Piensa y la Caja 18 y que es aplicada por la empresa Ipsos. Este índice se determina a partir del promedio de las evaluaciones positivas logradas a través de ocho temas que se plantean a los encuestados.

El estudio se realizó con entrevistas presenciales a 1.650 personas de diez comunas de la Región entre el 7 de octubre y el 6 diciembre de 2020, cubriendo todos los estratos sociales. El puntaje máximo para determinar los resultados era mil para cada uno de los componentes del análisis: servicios para la vivienda, trabajo, satisfacción con la vida, educación, seguridad pública, servicios de salud, transporte público y equipamiento urbano. El promedio de los resultados muestra el índice general que mide la apreciación de las personas sobre calidad de vida en la Región, que alcanzó a 447 puntos, solo 3 más que en 2020. Las diez comunas estudiadas son Valparaíso, Viña del Mar, Concón, Quilpué, Villa Alemana, Quillota, San Antonio, Los Andes, San Felipe y La Ligua. A la vez que la medición entregó un promedio de esas 10, también es posible segregar los resultados, llegando así a la IPCV comunal.

En esa medición la mejor evaluada es Concón, que logra 525 puntos, alza en relación a 2020, en que tenía 498. En segundo lugar en ese rubro están San Felipe y Quillota, con 490 cada comuna. Valparaíso se sitúa en el último lugar con 388, bajando en relación al 2020, seguido de Los Andes, con 428, y Viña del Mar, con 439, a la baja tras 464 puntos en 2020.

Para el director de estudios de la Fundación Piensa, Maximiliano Duarte, las cifras revelan el contraste entre Concón y Valparaíso. Destaca que en 2018 ambas tenían casi el mismo índice de calidad de vida con 418 y 422 puntos, respectivamente. Sin embargo, durante los últimos tres años Valparaíso ha decrecido sostenidamente en sus indicadores mientras Concón ha experimentado un desarrollo explosivo. Lo anterior es el resultado de un mayor porcentaje de pobreza en el Puerto, en tanto Concón "se ha transformado en la comuna predilecta para las familias de estrato socioeconómico alto".

Y en los promedios generales las peores percepciones se dan en seguridad, servicios de salud, pese a que muestra un alza en relación a 2020, transporte público y equipamiento urbano, vandalizado en diversas manifestaciones.

Este estudio concuerda con insistentes demandas ciudadanas, especialmente en seguridad, donde hay diluidas responsabilidades comunales, tema que también aparece prioritaria para las nuevas autoridades. Dejando de lado la peligrosa soberbia y la autocomplacencia, cada comuna debería profundizar las cifras de este trabajo buscando para las personas, precisamente, lo que allí se está midiendo: calidad de vida.

No es primera vez que esbozo algunas ideas sobre este sensible tema que, tal vez, el covid lo ha hecho más cercano. Me ha incentivado a retomarlo una muy buena columna de don Fernán Rioseco, titulada "La cultura del dolor" (19 de enero).

El dolor y su efecto, el sufrimiento, difícilmente son disociables, por lo que usualmente se tratan en conjunto. Aunque no son permanentes, ambos comienzan con el nacimiento y no nos dejan hasta la muerte; son parte de la naturaleza humana. Su tratamiento es complejo, ya que el dolor puede ser físico o espiritual y cada cual lo vive subjetivamente. Hay personas a las que nada derrumba y se engrandecen con el sufrimiento; en cambio, otras se quiebran con mínimas penas cotidianas. El dolor y el sufrimiento hacen que afloren nuestros sentimientos más profundos, porque nos quita las máscaras y nos ayuda a jerarquizar y valorar lo que tenemos, a hacernos preguntas que jamás nos habíamos planteado.

El dolor no es tan solo un hecho biológico, sino también una experiencia en busca de interpretación. Negarlo o rechazarlo y no hacer un esfuerzo sincero por aceptarlo y asumirlo, como lo sugieren algunas corrientes filosóficas, nos haría vivir una falsa felicidad que nos llevaría a una vaciedad existencial. En cambio, aceptar el dolor puede hacernos crecer como seres humanos, dependiendo de nuestra respuesta al "para qué" de mi sufrimiento.

El "para qué", el sentido del dolor, podemos encontrarlo en la vocación fundamental del hombre al amor, que le permite descubrir en sí mismo "su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión" (Juan Pablo II, Salvifici Doloris, 31). Es decir, la plenitud humana se alcanza solo en la donación de sí mismo a los demás. Por tanto, el sufrimiento cobra sentido cuando lo ofrecemos con vistas a hacer un bien a otros o, alternativamente, cuando ayudamos al que sufre. Así el dolor deviene en amor. Por eso Juan Pablo II dice que el misterio del sufrimiento está presente en el mundo "para provocar el amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor" (S.D., 30). Es a través del sufrimiento que el amor se purifica y crece.

Desde una perspectiva cristiana, debemos luchar contra el dolor y el sufrimiento, pero cuando nos sentimos superados el remedio es mirar a Cristo. El creyente descubre que el dolor puede tener un valor redentor si se une a los sufrimientos de Cristo (2Co 1,4-7): aceptarlo y ofrecerlo troca la amargura y la desesperación en paz y serenidad. Si bien Dios no suprime el dolor, sin Él sería un absurdo.

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