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Rapa Nui: Sobrevivir a la catástrofe

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Los polinésicos, que habían llegado al centro del Pacífico sur entre dos a tres mil años atrás, conocían muy bien las consecuencias de los desastres naturales. Según la tradición oral, fueron las sucesivas inundaciones la principal razón para buscar una nueva tierra hacia el este".

Hasta hace poco, se utilizaba la historia del colapso de la antigua cultura rapanui como uno de los ejemplos más extremos de la actual autodestrucción del planeta, un "ecocidio" provocado por la sobreexplotación de sus escasos y frágiles recursos. Era el paradigma de una sociedad orientada a la competencia por el poder, ciega a las consecuencias de sus actos, símil en miniatura del actual orden mundial como responsable de las catástrofes del ecosistema a escala planetaria.

Los polinésicos, que habían llegado al centro del Pacífico sur entre dos a tres mil años atrás, conocían muy bien las consecuencias de los desastres naturales. Según la tradición oral, fueron las sucesivas inundaciones la principal razón para buscar una nueva tierra hacia el este. A lo largo de varias generaciones, exploraron el océano hasta encontrar una pequeña isla que llamaron Te Pito o te Kainga, la actual Rapa Nui.

No conocemos con exactitud la fecha de la llegada de los primeros inmigrantes polinésicos a Rapa Nui (hace unos mil años) ni cuánto duro el período de colonización. La isla no ofrecía alimentos terrestres suficientes, apenas unas palmas de coquitos, pero había árboles que les permitirían trasladar grandes bloques de piedra, la tierra era fértil, y entre los años 1090 y 1520 gozaron de abundantes lluvias.

Necesitaban aclimatar sus plantas tropicales y producir excedentes agrícolas para sostener una sociedad jerarquizada, con jefes hereditarios, sacerdotes, y especialistas tales como los maestros constructores de ahu y moai. Los productos más importantes fueron el camote y el taro, pero también introdujeron variedades de plátanos, caña de azúcar, calabazas, incluso el arbusto que les servía para confeccionar su ropa (el mahute), su propio árbol sagrado (el mako'i), gallinas y ratones.

La mayoría de la población debería dedicarse a la agricultura, mientras la aristocracia controlaba la franja costera y el acceso a los recursos del mar. Unos 300 ahu y cerca de 800 moai instalados a lo largo de esa franja se convertirían en una barrera simbólica para mantener ese orden de cosas, por un tiempo.

Entre los misterios de Rapa Nui, la elección de la toba de Rano Raraku para confeccionar unos mil moai a lo largo de 500 años no parece lógica. El sitio es muy escarpado y peligroso, la toba se desgrana y contiene bloques de basalto imposibles de reducir. Sin embargo, esa materia prima contiene químicos que convirtieron el volcán en un vergel, evidencia tangible del mána.

Como sea, la isla fue capaz de sostener más de diez mil habitantes, repartidos en clanes que se distribuyeron los distintos territorios de su pequeño universo. Sin embargo, entre los años 1520 y 1710 la isla sufrió intensas sequías, que terminaron por destruir el bosque.

De alguna forma, los rapanui fueron capaces de cambiar un orden socio-político que los llevó al extremo del megalitismo en Polinesia, desde un régimen feudal con jefes hereditarios, a la elección anual de un jefe, con el apoyo de una nueva ideología centrada en la fertilidad (la ceremonia del hombre pájaro), junto al desarrollo de nuevas tecnologías: muros de piedra para proteger las plantas altas del viento (manavai) y los "jardines de piedra" para conservar la humedad del suelo.

Naturalmente, un cambio tan radical no fue algo simple de lograr, ni se produjo de un día para otro. Desde luego, no debió ser fácil para la antigua aristocracia entregar su poder y privilegios. La violencia ocasional era inevitable, pero también hay evidencias arqueológicas del culto al agua y a los árboles a lo largo de todo el proceso.

Una de las evidencias más interesantes del excepcional proceso de adaptación rapanui es el reciclaje de las fundaciones de las antiguas casas de la aristocracia religiosa (hare paenga): miles de esos bloques de basalto cortados y pulidos fueron reutilizados para construir muros y túneles a la entrada de las cuevas de refugio (ana kionga), curantos (umu pae), estanques para el agua y otras construcciones.

Dadas las circunstancias, parece demasiado utópico considerar el ejemplo rapanui para enfrentar el momento actual del planeta. Los líderes del mundo hablando un mismo idioma, compartiendo la idea de un orden político económico sustentable, bajo una ideología centrada en el bienestar del planeta como ecosistema, en donde el ser humano es una parte y no el centro. Tenemos la tecnología, se necesita un cambio cultural para salvar la Tierra. Moa toke he tangata e he vi'e (la vida del ser humano es tan efímera como la de un pollo robado). 2

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Recuerdos de la Fuente Alemana

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La Fuente Alemana tiene un doble simbolismo. Por un lado, es un emblema de un presidente que, a menos de un mes de finalizar, se cansó de 'hacer la pega'. Y, por otra parte, la antigua fuente de soda es un símbolo de la orfandad en la que están miles de emprendedores".

Cuando intentaba hacer mis primeras armas en el periodismo, una de las primeras notas que escribí fue sobre la Fuente Alemana. Releyendo esa columna, escrita hace más de veinte años, aparece la descripción de por qué esta fuente de soda resultaba un lugar tan especial: "La gracia, además de la cantidad y la calidad del lomito, está en que uno ve todo el proceso creativo. Se trata de una verdadera obra de arte que comienza con la apertura del pan amasado; su separación en dos mitades; el relleno con mayonesa natural, chucrut y salsa de tomate de una de ellas y el humedecimiento de la otra parte con el jugo del lomito, a la espera, luego de un breve calentamiento en la plancha, de ser rellenado con un fresco lomito de cerdo cocido. Finalmente, sólo queda unir ambas partes para obtener un lomito gigante".

Haciendo memoria, el único lugar que competía en sabor con la Fuente Alemana de Santiago estaba en Valparaíso, específicamente en calle Esmeralda, poco antes de llegar a la Plaza Aníbal Pinto. La fuente de soda Bernal, también conocida por los más veteranos como Parada, tenía los mejores lomitos de la región. Iguales en calidad a los de la Fuente Alemana, pero inferiores en tamaño. Mi papá me llevó por primera vez y me hizo adicto a estas delicias. Lamentablemente, luego del fallecimiento del propietario del local, sus herederos no quisieron continuar con la magia de los lomitos, restringiendo las opciones a la gran ciudad (tiempo después, vi al maestro sanguchero de Bernal en un local llamado New York, pero luego le perdí la pista).

De regreso a Santiago y a este extraordinario local, la columna en comento, además, advertía a los lectores que no cometieran el error de pedir ketchup: "eso déjelo para bailar asereje o para la comida chatarra, La Fuente Alemana puede darse el lujo de prescindir de ese amermelado elemento y no ver mermado su número de clientes".

Finalmente, la columna terminaba con una invitación: "Si va a Santiago, no puede no ir. Solo bájese en la estación Baquedano y a unos pasos de la Plaza Italia encontrará el cielo. Yo lo hago cada vez que voy cuando trabajo y debo decir que ahí encuentro mi única motivación, pese a que ahí una vez me enfermé de salmonella -cuando la mayonesa no era refrigerada-, en lo que yo consideré más un bautizo que un percance".

Pienso en estas líneas a propósito de las numerosas cartas y muestras de apoyo que ha recibido el dueño de este local, Carlos Siri, que ha sido vandalizado desde el 18 de octubre de 2019. En el último ataque, a Siri se le agotó la paciencia esperando la ayuda de las autoridades y trató de defenderse solo de un grupo de delincuentes con un rifle a postones.

Increíble que esto suceda con un gobierno de derecha que, supuestamente, iba a defender a los emprendedores. Más aún considerando que gran parte de los votos que llevaron a Sebastián Piñera a La Moneda por segunda vez no fueron ni gracias a su simpatía ni a su probidad en los negocios, menos por sus chistes, sino por su supuesta capacidad de reactivar la economía y acabar con la delincuencia o, por lo menos, intentar frenarla.

Lo que vemos en Plaza Italia todos los viernes no es otra cosa que vandalismo. Alguno podrá argumentar que las motivaciones de quienes buscan destruir todo tienen que ver con la marginación de la sociedad, la falta de oportunidades o su rabia contra el Estado neoliberal.

No obstante, el resultado son acciones delictuales que deben ser detenidas y castigadas. No puede ser que normalicemos la violencia y no tengamos ni un mínimo de empatía con aquella persona que de forma honesta ha invertido todo su capital y su vida en un negocio que da trabajo a una decena de personas y que tenga que renunciar a él por la indiferencia de un presidente que cuenta los días por terminar su mandato en los plazos establecidos.

De la misma forma como Plaza Italia se transformó en un ícono de protesta, la Fuente Alemana tiene un doble simbolismo. Por un lado, es un emblema de un presidente que, a menos de un mes de finalizar, se cansó de "hacer la pega". Y, por otra parte, la antigua fuente de soda es un símbolo de la orfandad en la que están miles de emprendedores: los de calle Esmeralda, Condell, Bellavista, Pedro Montt, avenida Valparaíso y otros cientos más que han sido golpeados por el estallido, la pandemia y la indolencia de este gobierno. 2

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