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POR SEGISMUNDO

RELOJ DE ARENA Bóvedas que atesoran leyendas

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Recorremos las entrañas mismas, quizás el corazón de lo que fue el centro financiero de Valparaíso y en una época del país. Las viejas bóvedas del subsuelo del edificio de la Bolsa de Corredores, hoy felizmente ocupado por la Universidad Santa María.

Son unas 15 bóvedas con pesadas puertas de acero que en su parte superior tienen certificado de nacimiento: Londres. Dan acceso a pequeñas bodegas, algo así como un walk-in closet, y estaban destinadas a guardar valores. Documentos comerciales, bonos al portador y especialmente oro, monedas de oro con las cuales se cerraban grandes negocios en el viejo Valparaíso. No existían dinero plástico ni bitcoins.

Hay además viejas cajas de fondo que todavía no se pueden abrir. No están las llaves, solo misterio y seguridad a toda prueba y, más que nada, curiosidad por conocer que hay en su interior.

Cada corredor de la Bolsa tenía su bóveda donde guardaba valores que daban respaldo a importantes transacciones a plazos diversos de variadas empresas, algunas, simplemente, de papel.

Lea usted libros de época como "El Socio", de Jenaro Prieto, o "Casa Grande" (1908), de Orrego Luco. Encontramos allí el relato sobre personajes o propiedades que nunca existieron. Minas en el norte o, más lejanas, en Bolivia, o también ganaderas en el sur, entre muchas sociedades de fugaz existencia. El "socio", Davis, es un personaje inventado por un corredor de propiedades venido a menos. Este "socio" es el que invierte, da consejos y logra ganancias en un turbulento mercado bursátil de 1928. Es ficción, pero con rastros de cosas que pasaban en esos tiempos en las bolsas de Valparaíso y Santiago.

Precisamente algunos de esos corredores, titulares de esas bóvedas porteñas, deben haber asegurado a sus confiados clientes que tenían allí el respaldo en oro para sus operaciones de compra o venta de valores, pero solo tenían esos bien adornados títulos accionarios de empresas de ficción. En resumen, recorremos un pasillo de bóvedas que atesoran historia, leyendas, mitos…

Edwars bello

Las mejores descripciones de este ambiente de capitales sin respaldo, de simulaciones y especulaciones las encontramos en "Valparaíso" (1931), de Joaquín Edwards Bello. Su creatividad se basaba en el conocimiento de experiencias reales.

En un capítulo, "La Bolsa en 1900", nos presenta el autor a Stepton, un amigo de Pedro, el protagonista que frecuentaba la Bolsa, "el templo del agio… una vieja ratonera de tabiques". Se refiere al edificio anterior al actual, situado en la misma ubicación, Prat con Urriola. A fines de mayo llega a la oficina de Pedro un atribulado Stepton:

-"El rostro y su manera de dirigirse a mí me impresionaron de tal manera que me puse de pie. Después de saludarme enmudeció… En ese instante no fijaba la mirada en parte alguna; se encontraba envuelto en ideas alocadas, sin que fuera capaz de disciplinarlas. Sin decir nada, súbitamente, dio un paso atrás, me volvió la espalda y comenzó a caminar hacia la puerta arrepentido de lo que había hecho, pero yo me puse de pie, le sujete de un brazo y dije:

-¿Qué te pasa? ¿Por qué eres así? ¿Has hecho nuevos disparates? Cuéntame. Sabes que soy tu amigo.

-Venía a pedirte, sí, a pedir, que es lo más odioso y contrario a mi carácter… A pedir que me facilites treinta mil pesos para esta tarde, por un momento, el tiempo justo para que el patrón los vea en la caja. ¿Podrías disponer de treinta mil pesos por unas horas? Se trata de mi vida. Si no los tuviera me pagaré un tiro".

Finalmente el protagonista le presta esos treinta mil pesos, casi una fortuna a principios del siglo pasado. Stepton agradece:

-"Lo esperaba de ti -exclamó con la voz entrecortada-. Tendrás la plata mañana. Toda íntegra. Se trata de hacerla presente nada más. El año pasado tres casas fuertes presentaron el arqueo con la misma plata. En Valparaíso hay cincuenta mil pesos, ni un cinco más. Estos cincuenta mil pesos pasan de mano en mano. Gracias Pedro. Nadie lo sabrá. Nadie".

El Pedro de Edwards Bello continúa con otra aventura económica, cuyo epicentro es la Bolsa:

"Súbitamente las Escondidas (acciones) bajaron a seis. Los dueños de los 'papeles' disminuyeron junto con el valor de sus 'papeles'. El corazón me acusaba de culpable, la catástrofe me seguía por todas partes. Un genovés especulador, después de vender el almacén, se suicidó. Una vida de venta al detalle detrás del mostrador, envolviendo azúcar y manteca para las fregatrices, se iba en una noche desesperada. Una de las peores incidencias de mi vida bursátil tuvo lugar en la calle Esmeralda. Al llegar al Crucero Reyes unas damas que compraron 'Escondidas', papel à tout propos, para viudas, volvieron sus caras pálidas para llamarme chancho".

(El mismo Joaquín Edwards Bello se mató de un tiro en 1968)

Ficción basada en hechos reales, en viejas estafas que reviven episodios del pasado porteño en libros que evocamos al conocer esas herméticas bóvedas que esconden historia y leyenda.

Y sobreviven otras bóvedas por el grafiteado centro económico de Valparaíso. Están las bien cuidadas del Banco Chile y las del magnífico edificio del antiguo Banco Anglo Sud Americano Ltd. hoy bajo el pabellón español. Allí conocimos una balanza de precisión donde se pesaban, una por una, las monedas de oro para asegurar su exacto valor.

Se guardaban valores, billetes, especialmente las otrora importantes libras esterlinas.

En las segurísimas bóvedas de la desaparecida sucursal porteña del Banco Central, hoy ocupadas por la Aduana, se atesoraban monedas de oro. Pesadas y costosas puertas que se abrían por un sistema de relojería y, dice el mito urbano, estaban diseñadas para soportar un ataque nuclear.

100 pesos oro

Allí, hasta pocos años se podían comprar monedas chilenas de 100 pesos oro. Una señorita nada de fea pero de mal genio, sometía al comprador a un examen, exigiendo de partida el pago en efectivo. Algunos las compraban como ahorro. Oro, lo más seguro de todo, afirman los previsores. Otros las adquirían, simplemente, para adornar uno de esos prendedores de señora que ya no se usan. ¿Pasados de moda? No, peligrosos, pues son tentación para esos malandrines que roban sin piedad hasta pequeñas gargantillas con medallitas milagrosas. No los condenarán en este mundo, pero en el más allá, sin duda, les pasarán la cuenta.

Y siguiendo con historias de bóvedas y oro es inevitable recordar a Alfredo Paraff, un químico francés que llegó a Chile en 1877, cuando el país vivía una de sus tantas crisis y estaba al borde de la guerra con sus vecinos del norte y tal vez con los de otro lado de la cordillera.

El personaje se vendía bien y los provincianos chilenos, originarios o no, se deslumbraban por los extranjeros. Paraff presentó con éxito y con supuestas pruebas científicas, un método que permitía sacar grandes cantidades de oro de restos minerales. La "papa misma" y hasta el Presidente Aníbal Pinto se compró la historia.

Grandes inversiones hasta que la pirámide se derrumbó y el país deslumbrado y soñador, especialidad de la casa, volvió a la triste realidad. Paraff era un estafador.

A lo mejor en alguna bóveda por ahí se guardaba del oro del francés, de una falsedad digna de Judas.

De cualquier modo el oro sigue teniendo valor a través de los siglos incluyendo este cibernético XXI y guardarlo, ya sea enterrado en el patio -no se oxida, sepa usted-, o en una bóveda es un rito que practican previsores y más que nada esos codiciosos que son parte de la humanidad.