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LA TRIBUNA DEL LECTOR A 400 años de la primera universidad en Chile

POR IGNACIO SERRANO DEL POZO FACULTAD DE EDUCACIÓN Y CIENCIAS SOCIALES UNIVERSIDAD NACIONAL ANDRÉS BELLO FACULTAD DE EDUCACIÓN Y CIENCIAS SOCIALES UNIVERSIDAD NACIONAL ANDRÉS BELLO
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Por paradójico que parezca, junto a la aparición de rankings de excelencia sobre las universidades contemporáneas, surgió a fines del siglo pasado casi un género ensayístico dedicado a la crítica de la institución universitaria: La crisis de la universidad, de Peter Scott (1984); El declive de la universidad, de Winfried Böhm (1986); El colapso moral de la universidad, de Bruce Wilshire (1990); El naufragio de la universidad, de Michel Freitag (1995), por nombrar algunos textos expresivos de un cierto malestar que había empezado a apoderarse de la misma academia.

Si se pudiese sintetizar hacia dónde apuntaban la mayoría de los dardos, habría que señalar dos blancos comunes: el exceso de administración y la pragmatización de los saberes. La institución universitaria había entrado en crisis o colapso porque había sucumbido a la gestión, los protocolos y el control de la docencia y la investigación, lo mismo que a una especie de corrupción utilitarista de los saberes, en la que se había privilegiado la dimensión profesionalizante de la formación.

En esa línea de análisis, no pocos autores vieron en el managerialismo y el utilitarismo los enemigos que desde adentro de la academia estaban trivializando y destruyendo la idea de universidad, impidiéndola desarrollarse como un espacio sagrado dedicado al cultivo del saber desinteresado y la actividad libre de maestros y estudiantes.

La pregunta es si esa línea interpretativa es correcta y si efectivamente la universidad en sus orígenes respondió a ese modelo ideal.

En torno a la celebración de los 400 años de la primera institución de educación superior en Chile, la Universidad Pontificia de Santo Tomás de Aquino, inaugurada un 19 de agosto de 1622, nos parece que la pregunta es especialmente relevante.

Para responder a la interrogante planteada es fundamental comprender el acontecimiento fundante de los primeros colegios universitarios: Bolonia, Paris, Oxford en el siglo XII europeo, la Real Universidad de México y de Lima, la universidad de Córdoba fundada por los jesuitas, y la de Santo Tomás de Aquino regentada por los padres dominicos en el siglo XVII americano.

La verdad es que todas esas instituciones se caracterizaron por dos elementos que se suelen soslayar: la impartición de grados y la generación de saberes de interés común.

Los recintos monacales y las escuelas catedralicias europeas anteriores a la aparición de la universidad también cultivaron saberes superiores como la Filosofía y la Teología. Lo mismo podría decirse del Colegio Máximo de la Compañía de Jesús o del convento Santo Domingo de Santiago en los que se preparaba en América a los futuros padres jesuitas o frailes predicadores. Pero ninguna de estas instituciones calificó como universidad.

Pues las universidades aparecieron no en cuanto estudio general, sino en tanto institución capaz de acreditar los conocimientos de estudiantes y docentes mediante un bien organizado y exigente sistema de títulos (bachillerato, licenciatura y magisterio), única forma de certificar públicamente que alguien había alcanzado los primeros grados del saber o tenía licencia para enseñar.

Lo interesante es, además de lo señalado, que estos títulos no eran en artes liberales (gramática o lógica) ni en oficios artísticos como habían sido en otras corporaciones o escuelas, sino en saberes como la Medicina, el Derecho y la Teología. Pues precisamente estos saberes respondían a las necesidades de una época: el cuidado del cuerpo biológico, del cuerpo social y del cuerpo espiritual, y por eso merecían incluso ser bien remunerados.

Con esto queremos decir que la universidad nunca fue completamente desinteresada, como tampoco lo fue su saber. La universidad se constituyó desde sus orígenes como una organización con regentes y autoridades convocadas para acreditar o dar fe pública ante la sociedad del saber de sus miembros, los que debían pasar por años de entrenamiento, estrictos controles y severas pruebas para alcanzar precisamente esa profesionalización de la disciplina.

Cuando el Papa Paulo V concedió en 1619 la facultad universitaria a los dominicos, no lo hizo porque Chile carecía de pensadores, poetas o historiadores, sino para que "los cabildos de las iglesias catedrales puedan conferir los grados de bachiller, licenciado, maestro i doctor a todas las personas que hayan hechos sus estudios durante cinco años en los colejios de los hermanos de la orden de los predicadores".

Pues ese era precisamente el sentido originario para el que había nacido la universidad: una organización al servicio de la sociedad destinada a acreditar públicamente el nivel de estudios superiores alcanzado por sus miembros.