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POR SEGISMUNDO

RELOJ DE ARENA Evocando la máquina de escribir

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Tenía una lapicera de marca. Lapicera fuente se decía, Parker o Scheaffer, estilográfica, creo, es la palabra castiza. Gran lapicera, pero pésima letra, pese a que había tenido, como todos los niños de mis tiempos, clases de caligrafía.

Un profesor, medio molesto y con sentido del humor de lo más antipedagógico, me dijo en plena clase:

-A usted en vez de regalarle una lapicera tan cara debieron regalarle una máquina de escribir…

Un absurdo en tiempos en que las máquinas de escribir, hasta las portátiles, eran pesadas y poco prácticas y nunca se habían visto en algún colegio por avanzado que fuera. Claro, hoy los estudiantes van a clases con note books o laptops, que sirven para tomar algunas notas y también para distraerse en clases latosas mirando cosas indebidas que abundan en el ciberespacio. El mal ejemplo viene hasta de algunos parlamentarios.

La buena letra en algún momento era casi un patrimonio que abría las puertas de muchos trabajos. En notarías especialmente la caligrafía fue fundamental, pero lenta y de compleja corrección. Y era mal visto eso de hacer correcciones a los papelotes que garantizan actos jurídicos. Hacerlo puede ser un delito al cambiar la voluntad de los firmantes.

La mala letra, por otro lado, parece ser una característica profesional de los médicos al escribir sus recetas que entienden solo en las farmacias y, difícilmente, los pacientes que se limitan a pagar aquel producto indicado por el facultativo.

La caligrafía

Pero para los mortales comunes y corrientes el asunto esa de la linda letra y la caligrafía con nota, es cosa de pasado o de los grafólogos que pueden definir una personalidad analizando los rasgos de alguna escritura.

Irrumpe primero la máquina de escribir y luego llegan los mencionados artefactos digitales.

Cuando iniciamos nuestras actividades periodísticas nos asombró que los colegas daban a las máquinas de escribir una patente de exclusividad, algo así como la escobilla de dientes, de ningún modo endosable. Eso se reafirmaba poniendo una cadenita con un candado en la barra espaciadora de la máquina o bien, cuando se podía, sacando el carro para guardarlo con llave.

La batería de máquinas de escribir que conocía en mis primeras incursiones periodísticas podría hoy formar un museo. Estaban en primera línea las Underwood, Royal y Remington. Luego aparecían también las europeas Olivetti, italianas y Olympia, alemanas. Algún periodista recuerdo que tenía una alemana, olvido la marca, muy completa, con un teclado recargado de signos que jamás se usaban y que complicaban la vida a quienes escribimos con dos dedos. Seguramente ese artefacto estaba inspirado en la máquina codificadora Enigma popularizada en una estupenda película de espionaje o viceversa, tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Convengamos en que los alemanes tienen el sello, para bien o para mal, de buscar la perfección.

Los orígenes de la máquina de escribir, leo por ahí, se remontan al siglo XVIII, cuando un señor agotado de hacer largas jornadas caligráficas pensó idear algo que fuera marcando las letras sobre un papel. Como muchos inventos, no funcionó, pero la idea siguió latente hasta llegar a la segunda mitad del siglo antepasado en que una empresa norteamericana dedicada a fabricar máquinas de coser, Remington, que también producía armas, desarrolló un modelo montando tipos de letra, los mismos que se usaban en las imprentas, en barras que accionadas mediante teclas iban imprimiendo las letras. El tradicional pedal de la máquina de coser era parte del modelo para hacer los espacios entre las palabras. Así esas primitivas máquinas utilizaban también los pies para escribir. En gran medida también la máquina de escribir tiene el mismo mecanismo del piano, una tecla, una palanca y un martinete que golpea la cuerda y da determinada nota.

Liberación femenina

La historia sigue con nuevos protagonistas hasta llegar a fines del siglo XIX con modelos cercanos a los que conocemos hasta hoy. Y encontramos también la competencia de marcas ya en nuestro país con avisos, año 1905, en la desaparecida revista Zig Zag. Se promueven allí las Royal Bar-lock, representadas por la casa M.R.S. Curphey, La Continental, de C. Kirsinger, ambos negocios de calle Esmeralda, y las Underwood, que vendía en Santiago E. Davis.

La máquina de escribir, poco se dice, tiene un alcance social, pues contribuyó, tal como la máquina de coser, a la liberación fémina. Se acaba el lento costureo y a ello se suma la demanda de dedos delicados y precisos para apretar las teclas de esos novedosos aparatos que van dejando atrás la caligrafía.

Ahí hay espacio para las mujeres y la dactilografía es un ramo decisivo en los institutos comerciales. Había que escribir con todos los dedos y las exigentes pruebas se hacían ocultando las letras del teclado.

La cuestión era palabras por minuto y sin equivocarse pues el error quedaba en el papel y contrariamente a nuestro PC la corrección era complicada. En notas de confianza simplemente varias X sobre el "mote", pero eso era y es algo impresentable en cualquier comunicado, especialmente en aquellos oficiales donde los errores se tapan sencillamente con explicaciones y el manoseado "fuera de contexto".

El uso de máquinas de escribir se extendió velozmente por todo el mundo. En occidente se impuso y se quedó un teclado único que se mantiene en nuestros computadores. Las variables son pocas entre idiomas y tenemos, como sello del español ahí, junto a la L la Ñ. Por otro lado, están las tildes y ciertos adornos franceses o germanos que, simplemente, hay que olvidar.

Pero cuando uno ha escrito primero a máquina y luego en un artefacto digital, cansados por la hora o por algún capricho cibernético, reflexionamos sobre esos personajes que escribieron a mano, a veces con papel escaso y caro, quizás con qué tipo de plumas y a la luz de velas, obras famosas. Piense usted en Cervantes. Páginas y páginas que luego deberían pasar a tipos de imprenta, uno por uno, los mismos que había desarrollado Gutenberg a mediados del siglo XV.

La linotipia, pariente directo de la máquina de escribir, solo aparece a fines del siglo XIX y fue el gran invento que aceleró la producción de libros, diarios y revistas. Una máquina complicada que trabajaba con matrices y plomo derretido desplazada también por la producción digital.

Digamos que la máquina de escribir reinó por casi un siglo en el comercio, la educación, la industria editorial y los diarios. Rechazada al principio. Se cuenta que algunos periodistas de la tradicional agencia de noticias Reuter, inglesa, se resistían a usarla afirmando que sus barbas se enredarían en el teclado…

A la chatarra

Una comparación conservadora y romántica nos podría llevar a argumentar que la máquina de escribir sobre el computador tiene muchas ventajas. La primera es que no usa energía. Se corta la luz y sigue funcionando. Luego, no tiene memoria, es discreta, pues no guarda esa información y menos esa imagen que al final de la historia resulta comprometedora y hasta puede llegar a los tribunales. Es impenetrable por los hacker y tampoco por los perversos virus. Su duración es larga y no padece de esa amenazadora obsolescencia que acompaña al PC, notebook o laptop. ¿Cuántos de esos artilugios ha tenido y desechado usted? Además, la mantención solo pide un poco de aceite, ese mismo que usa la eterna Singer de las tías que venía con una aceitera, y una escobilla de dientes usada para limpiar los tipos.

El computador tiene un destino de chatarra contaminante y sus caprichos, que son muchos, solo pueden ser resueltos con la asistencia de un amigo que hace pases mágicos en el teclado y nos da explicaciones que simulamos entender pero que, por cierto, no entendemos.

Está además el riesgo del robo. Los computadores en cualquiera de sus versiones son apetecidos por los malvados. Las estadísticas delictuales, catálogo de todo tipo de fechorías, jamás han reseñado el robo de máquinas de escribir.

Ocupando lugar, ornamental, asombrosa para los nietos- las letras aparecen en el papel sin necesidad de impresora- tenemos una tradicional máquina de escribir. Tiene historia. Junto con nuestro colega Gastón, también compró la suya, la adquirimos en el remate judicial de una importante empresa porteña.

El trabajo simultaneo, de varias personas escribiendo a máquina en cualquier oficina, tenía una condición armoniosa casi musical. El golpecito de los tipos, dicen, alentaba el pensamiento. En los años 40 del siglo pasado, se lanzaron como novedad algunas máquinas silenciosas. Fueron un fracaso.

Lo cierto es que hoy la máquina de escribir tiene carné de antigüedad y son un buen adorno tal ocurre con las máquinas de coser. Ambas funcionan y podrían contar muchas historias, pero al no tener memoria como las computadoras, están condenadas a guardar eterno silencio. Si hablasen, como aquella tranquera de la tonada que con suerte suena en estos días en medio del rapeo, las cosas que contarían…