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LA TRIBUNA DEL LECTOR

POR ABEL GALLARDO. ABOGADO Y CONDUCTOR RADIAL
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Troilo, Viña del Mar y después

Sucedía a menudo que Aníbal Carmelo Troilo, "Pichuco", se emocionaba en sus presentaciones en vivo mientras tocaba el bandoneón. Era rara la íntima comunión que alcanzaba con este instrumento mientras lo estiraba o cerraba con sutil delicadeza, la cabeza ligeramente inclinada o levantada, pero los ojos siempre cerrados. Alguna vez confidenció: "Se dice que yo me emociono demasiado a menudo y que lloro. Sí, es cierto. Pero nunca lo hago por cosas sin importancia".

Apenas tenía 9 años cuando convenció a su madre que le comprase de ocasión el bandoneón que le acompañaría toda la vida y que después heredaría Astor Piazzolla. Desaprensivo, como era, contaba: "Varias veces me lo robaron. Se llaman descuidistas. Siempre me lo devuelven. Aparece un tipo, en casa de algún amigo, con el bandoneón: "Mire, don, le sacaron el bandoneón a Pichuco". Claro, era literalmente imposible intentar la receptación de ese fuelle porque todos lo conocían.

Autodidacta y sensible, a los 16 años abandonó el colegio cuando fue convocado a un sexteto que integraban figuras que ya eran legendarias del tango y otras que lo serían más tarde: Elvino Vardaro, Osvaldo Pugliese y Alfredo Gobbi. Fue probablemente su mejor escuela para conformar, cuando sólo tenía 24 años, la primera de las formaciones orquestales que dirigió y con las que dejó 486 registros fonográficos, algunos de ellos antológicos del género.

Siempre supo rodearse de buenos músicos, a los que daba libertad y les permitía lucirse siendo al mismo tiempo estricto en exigir que el sonido de su orquesta no traspasase los límites clásicos del género tanguero que, sin embargo, se esmeraba en explorar. También escogía a buenos laderos entre los cantores para quienes el llamado de Troilo significaba un expreso reconocimiento profesional y una tácita promesa de crecimiento artístico porque el maestro tenía la rara habilidad de adaptar su orquesta al cantor cuando lo común era lo contrario.

Fue igualmente un notable compositor que, pese a su sobrio estilo musical, logró llenar el gusto popular sin renunciar a la calidad creativa. Dueño de una gran inventiva y riqueza melódica, dejó muchas piezas instrumentales, pero también tuvo la virtud de asociarse con poetas singulares del tango que eran también sus amigos, Homero Manzi y Cátulo Castillo por ejemplo, con quienes dio vida a obras que han trascendido varias generaciones, como Sur o La Última Curda.

El año 1957, con su orquesta hizo una breve temporada en el Casino de Viña del Mar -el polaco Goyeneche era su cantor-, desde donde regularmente hacía el camino a pie hasta la pensión que lo albergaba en la calle Valparaíso. Allí sus dedos prodigiosos se ocupaban en revolver el cabello rubio de un niño que deambulaba por la casa y lo miraba sin comprender por qué todos querían estar a su lado. Era el nieto de la casera, el futuro y porteñísimo poeta Juan Cameron.

Con justicia le llamaron "el bandoneón mayor de Buenos Aires". Falleció el 18 de mayo de 1975, cuando recién se encumbraba en los sesenta años de edad.