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Corrupción

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La sociedad valora la urgencia del sistema político cuando actúa en favor de agendas de probidad que mejoran la fiscalización real y actualizan el combate evolutivo que tiene la corrupción".

La preocupación por la corrupción vuelve a manifestarse como una de las prioridades de la ciudadanía, recientemente encuestada en estudios de opinión pública. No podría ser de otra forma, dado los antecedentes conocidos y la gestión inicial de la crisis que golpea en la actualidad al gobierno.

Hace pocos días, tanto el Contralor General de la República, como el Ministro de Justicia, fueron explícitos en señalar esta recurrente figura del último mes. El propio Presidente Gabriel Boric, en una de sus cuentas en redes sociales, manifestó "que quienes se han servido de recursos públicos (como el caso de Democracia Viva) han incurrido en actos de corrupción. Y esas personas deben responder ante la justicia y el gobierno colaborar activamente en ello".

El ciclo natural de estos escándalos presenta dificultades que los sitúan en una tipología particular e impredecible de crisis. Para quienes deben gobernar o intentar resolver el problema desde lo institucional, es un desafío que implica una reconstrucción de confianzas desde la transversalidad y un imperativo democrático.

De hecho, la percepción de la corrupción como inquietud ingresa a las fases sociales y políticas de un país, cuando la decodificación mediática de estos eventos es masiva, despertando, a su vez, volátiles reacciones en los diversos ámbitos y actores del sistema. Esto provoca una riesgosa desilusión colectiva que se interna en la pérdida de valores culturales y en el debilitamiento de marcos éticos.

De allí los efectos inmediatos que genera en la disputa por el poder, pero también en los escenarios de mediano plazo. La corrupción no es una dimensión exclusivamente judicial o administrativa. Afecta la reputación y debilita en demasía cuando se trata de evidenciar los avances de una gestión pública. Por ende, revierte las cartas estratégicas que se tienen, por ejemplo, para una negociación relevante. Es una pérdida en la imagen del liderazgo en estado puro y limita la capacidad de influir.

Sin embargo, las formas de potencial resolución de dichos episodios, en su vertiente pública y política, pueden marcar potentes y beneficiosos puntos de inflexión para un Estado. Por de pronto, la sociedad valora la urgencia del sistema político cuando actúa en favor de agendas de probidad que mejoran la fiscalización real y actualizan el combate evolutivo que tiene la corrupción. La intransigencia o el condicionamiento extremo para avanzar en la concreción de la transparencia, termina por afectar a aquellos que incluso denuncian la corrupción.

Aquí hay que detenerse. Dificultades económicas permanentes y percepción de una corrupción que no es atacada por el sistema político en su conjunto, son realidades fértiles para el populismo y el desaparecimiento de los partidos políticos. Los casos estudiados a nivel global nos indican que los populismos no son una garantía de probidad, por lo que el remedio antisistémico no funciona. Pero esas evidencias pesan poco si un conjunto mayoritario de electores, son testigos de un permanente puente cortado entre las élites, afectando sus vidas y expectativas.

En cambio, el fortalecimiento de la democracia a partir de grandes acuerdos en los que la demanda ciudadana es procesada y sus mecanismos de mejora son incorporados, es una ganancia simbólica que permite acercarse de manera más efectiva a la lucha contra la corrupción, otorgando claridad en la acción de las instituciones.

Dado lo anterior, una última reflexión. Si existe una genuina intención de continuar avanzando en el proceso de descentralización, la manera de focalizar, explicar, aportar y evidenciar un sólido paquete para enfrentar la corrupción con una bajada territorial, será clave para aminorar las habituales resistencias que generan los modelos de empoderamiento regional. En esto, la proactividad de nuestros gobiernos locales es algo que todavía se espera con ansias, sobre todo para los que creemos en una democracia abierta, transparente y empática con las comunidades. 2

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Oppenheimer y la bomba

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A Japón solo le quedaba su voluntad, y a sus enemigos, la presión por terminar la guerra. Entonces surgió la opción de usar la bomba que durante años se había estado desarrollando en Nuevo México al mando de Oppenheimer".

El 6 de agosto de 1945, hace 78 años, Estados Unidos lanzó una bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días después, repetirían la operación sobre Nagasaki.

La discusión en torno al uso de esta arma ha vuelto a generarse a raíz de la película Oppenheimer de Christopher Nolan. Aunque el tema principal es la creación de la bomba, la trama gira en torno a la personalidad del científico, su activismo político y los problemas que esto le generó a lo largo de su carrera.

Oppenheimer es una buena excusa para comprender este hecho. Con este fin, resulta necesario entender que luego de la traición de Hitler a Stalin, los rusos se terminaron transformando en aliados de Estados Unidos. De esta forma, el fascismo italiano y el nazismo alemán consiguieron algo que parecía imposible, unir el capitalismo y el comunismo.

Dos sistemas políticos y económicos absolutamente contrapuestos luchaban de la mano por acabar con los sueños del líder nazi. Hasta ese entonces, en el campo de batalla se desarrollaba una guerra convencional, mientras los científicos buscaban dar con la fórmula que cambiara el curso del conflicto.

Luego del fracaso de Alemania en Rusia, se inició la contraofensiva que tenía por objetivo acabar con el nazismo. Mientras los soviéticos lo hacían en Europa Oriental, los aliados avanzaban a través de las playas de Normandía e Italia. A medida que se agotaban las fuerzas alemanas, Berlín se transformó en un lugar clave para USA y la URSS. El que llegara primero tendría el control de Europa y ese rol le tocó al mariscal ruso Zhukov.

Muerto Hitler, derrotados los nazis y con la bandera soviética ondeando en Berlín, Estados Unidos quedó en una posición incómoda. La capital alemana se convertía en el primer paso para la expansión del comunismo sobre una Europa devastada.

De manera paralela, se desarrollaba la guerra en el Pacífico. A raíz del bombardeo a Pearl Harbor, la destrucción de Japón, isla por isla, se había transformado en una obligación para los estadounidenses.

Pero a Japón solo le quedaba su voluntad, y a sus enemigos, la presión por terminar pronto la guerra. Entonces surgió la opción de usar la bomba que durante años se había estado desarrollando en Nuevo México al mando de Oppenheimer.

Una opción era amenazar con su sola existencia; otra, lanzarla frente a las costas niponas y, la última, usarla en dos ciudades. Mostrar al mundo (y a Stalin) el poder con el que contaban y, de paso, estudiar sus efectos en condiciones reales.

Gracias a la tecnología hoy podemos saber cuáles serían las consecuencias si se lanzara la bomba de Hiroshima sobre la plaza Victoria de Valparaíso. Todo se vaporizaría producto de una bola de fuego en un radio de diez cuadras, en tanto que la destrucción y las muertes serían totales en un radio de 300 metros: entre Bellavista, Rodríguez, Errázuriz y la subida Ferrari. Las personas fuera de ese radio, entre la PUCV, Estación Puerto y Cerro Mariposa serían víctimas de quemaduras de tercer grado. Mientras que el resto de la ciudad sufriría las lentas y tortuosas consecuencias de la radicación.

Si se lanzara la bomba de Plutonio que cayó sobre Nagasaki en la plaza Sucre de Viña del Mar se pulverizaría todo lo que está en el cuadrante entre 1 norte, Quillota, Quinta y Álvarez. La destrucción sería enorme y morirían quienes estuvieses entre 6 norte, calle Ecuador, Quinta Vergara y calle Peñablanca por el Oriente. Las quemaduras dañarían a todos los que están en el plan Vergara, desde 15 norte hasta Nueva Aurora y desde Recreo hasta Miraflores bajo.

Un último ejemplo, la Tsar rusa, la bomba atómica más potente, acabaría con toda la región y sus efectos devastadores se sentirían hasta La Ligua, San Antonio y María Pinto. Ese era el miedo de Oppenheimer, quizás porque no imaginó que ese poder de autodestrucción inhibiría su uso en estos casi 80 años. En esta línea, el sacrificio de los 200 mil japoneses no fue en vano. 2

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