Mañana en la batalla piensa en mí
A veces, en la política como en la vida, no todo vale. Quienes seguiremos acá el día después de las elecciones no podemos mirar para el lado.
Sonará a hipérbole, acaso a un exagerado exceso de estilo, pero si pusiéramos a la Región de Valparaíso (sí, a la Región) a escribir un editorial, ¿qué nos diría?, ¿cuál sería su impresión del proceso político electoral que se vive de cara al próximo domingo 27 de octubre? Y, puestos ya en el trance de soportar tamaña cursilería, ¿por qué no aventurarnos a que la Región (como ya establecimos, la autora del presente editorial) se ponga un tanto shakesperiana y nos cite así, de golpe y porrazo, el coro de los espectros que acosaban a Ricardo III en el combate de Bosworth por cada uno de sus muertos, que no eran pocos? "Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: ¡Desespera y muere!", reza la obra que lleva el nombre del Rey de Inglaterra y Señor de Irlanda, y que es un revoltijo de carne mezclada con sangre y entrañas que estremecería al mismísimo encargado de los efectos especiales de Game of Thrones.
Casi cuatrocientos años más tarde, Javier Marías, hijo del tanto o más shakesperiano Julián, este último defensor a capa y espada de su maestro Ortega y Gasset ("los señores Ortega y Gasset", como apócrifamente dicen que decía el General), escamotearía las primeras siete palabras del verso para dar forma a una estupenda novela que habla, cómo no, de un escritor fantasma, de una amante muerta en sus brazos y de un niño de dos años que, sin saberlo, se acaba de quedar sin madre.
¿Pero a qué viene tanta alegoría y semejante y seguramente impostada erudición? Si ya es raro que una Región escriba editoriales, idea que incluso podríamos llegar a tolerar con algo de imaginación y mucha buena fe, ¿cómo se justifican tales desvaríos culturales de libros que ya nadie lee y de escritores lo suficientemente muertos como para que sea mejor olvidarlos?
Debe tratarse de esa frase, del "mañana en la batalla, piensa en mí", de que más de uno de los candidatos a casi cualquier cargo optó esta vez por quemar naves propias y también ajenas, sin importarle el que quizás sea el momento más trascendente de cualquier guerra, desde las del Peloponeso hasta la de Ucrania, pasando por el Desembarco en Normandía y la rendición del general Menéndez en Malvinas: el día después de la batalla, aquel instante en que es necesario morderse los labios, enterrar a los muertos, limpiar la sangre de las calles, comenzar las reparaciones, pagar por los destrozos y cargar con las culpas.
¿Habrá valido la pena quebrar los partidos políticos, cuestionar tanto a instituciones como a funcionarios, despreciar la autodeterminación de la gente, emporcar el debate hasta el hartazgo, generar un cisma quizás irreparable, y todo por un miserable cargo de alcalde o gobernador regional?
A veces no todo vale. Ni en la política ni en la vida.