Si bien el jueves de la semana muchos vimos con estupor cómo un grupo de estudiantes rompía los torniquetes en una estación de metro capitalina, absolutamente nadie (y quien diga lo contrario miente) pudo prever que aquel acto sería el preámbulo de la mayor crisis de violencia política que viviera nuestro país en las últimas décadas.
Por lo que parto con una prevención: no comprendo las causas de la crisis ni tengo la receta mágica para salir de ella y hago un llamado a desconfiar de políticos y analistas que -cual general después de la guerra- creen saberlas todas y andan repartiendo exigencias y ofertones.
Creo que durante estos días han saltado a la vista números y graves silencio, cuyo análisis puede servir para comprender mejor el minuto que estamos viviendo.
El silencio de los dirigentes. Mientras políticos y empresarios promueven penas cada vez más severas para los delitos habituales, cuando los delincuentes son políticos o empresarios la vara de sus pares no es la misma. O matizan la crítica o callan. El silencio frente a la ausencia de severidad en el castigo de los delitos de cuello y corbata o de financiamiento irregular de la política ha contribuido a horadar la legitimidad de nuestras autoridades y empresarios y, en último término, del Estado de derecho.
El silencio para con la clase media. Si bien han formado por largo tiempo parte de la agenda y se ve en los políticos importantes principios de acuerdo, temas como las bajas pensiones, la muerte en hospitales públicos en espera de tratamientos o la injusticia para con las mujeres del sistema previsional no han logrado traducirse en acciones. Pareciera que la ciudadanía considera que en estos temas la lucha política por el poder prevalece a la traducción de esta agenda en programas concretos que le mejoren la calidad de vida a las personas.
El silencio de la política. Ya iniciado el conflicto, casi ningún político tuvo la capacidad de articular una posición plausible y orientadora. La inmensa mayoría se escondió a la espera de mayor certeza para tomar alguna posición. La crisis ha develado una clase política timorata, muy poco preparada y sin liderazgos. Excepciones como Desbordes, Harboe o Rubilar dan cuenta de la regla general.
El silencio de los defensores del "modelo". Chile logró en las últimas décadas, en base a un modelo de libre mercado abierto al mundo, un progreso material sin igual en su historia que ha permitido -entre otras cosas- reducir la pobreza desde el 50% al 10%. Un mayor esfuerzo intelectual en tratar de explicar sus bondades hubiera ayudado a contrarrestar a quienes hoy buscan instrumentalizar el descontento social en pos de fracasadas políticas estatistas.
El silencio de los rectores. Desde la "revolución pingüina" (2006) colegios y universidades de todo el país han sido obsecuentes con las paralizaciones habituales y tomas por la fuerza. Este ambiente ha sido ideal para que se propaguen organizaciones que reivindican la violencia política como acción legitima. Votan a mano alzada. Abuchean al que piensa distinto (y le tiran agua si es necesario). Esconden a los encapuchados cuando estos escapan de la legítima represión policial. Nunca condenan directamente la violencia. Cualquiera que haya pasado por un liceo o universidad tradicional en los últimos 10 años ha sido testigo de esto. También del silencio de la mayoría de los rectores. Que no quepa duda que parte relevante de la violencia que hemos visto en estos días ha aprendido sus métodos en nuestros colegios y universidades.
El silencio para con nuestras FF.AA. y policías. Mientras escribo escucho como un conjunto le grita "asesinos, asesinos" a un grupo de infantes de marina que están arriesgando su vida por mi derecho a vivir en paz. Mi silencio, que no salgo a defenderlos. El silencio de muchos políticos que no transmiten públicamente su apoyo. Y qué decir del infantilismo de otros que exigen como condición para conversar el que el Gobierno decida sacar a los militares de la calle mientras en todas partes de Chile abundan los saqueos a comercios y casas. Esa mezcla de silencio e infantilismo ha dificultado lo que la gran mayoría de los chilenos han de considerar como la prioridad hoy: asegurar la paz. Sin Estado de derecho y respeto a las reglas que como sociedad nos hemos dado, no hay conversación posible. Sin reglas no hay política y sin política -por mucho que les pese a algunos-, no habrá soluciones.
Hago votos para que todos los chilenos de buena voluntad promovamos con nuestras acciones un clima que permita restablecer el imperio del derecho y la tranquilidad para vivir. Luego, perfeccionar nuestra democracia y tratar de traducir en soluciones concretas los principales anhelos de la ciudadanía. Sólo así podremos construir un Chile más justo.