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La torre agonizante y el último tren

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Perseverantia omnia vincit, la perseverancia siempre vence.

Certera afirmación en latín en la primera piedra de la construcción del ferrocarril entre Valparaíso y Santiago colocada el 1 de octubre de 1852.

El proyecto data de 1842. Diez años en el Parlamento y constitución de una empresa de inversionistas convocados por ley para llegar a la inauguración del trabajo que culminarían, con perseverancia, en septiembre de 1863. Rápido considerando la época, sin estudios de impacto ambiental, consulta a pueblos originarios y análisis de rentabilidad social.

La primera piedra, una de tantas en nuestro país, estaría en los cimientos de la torre del reloj de la Estación Barón, dicen algunos arqueólogos urbanos. Vicuña Mackenna, historiador de la obra, da cuenta de un chasco en la solemne ceremonia inaugural. Con el estruendo de tanta salva de fusilería y música de las bandas militares, la inscripción en latín se partió en dos. Y más dramático. Monseñor Diego Antonio Elizondo falleció tres días después de haber bendecido la obra y la primera piedra.

Restos arqueológicos, si miramos una fotografía publicada el sábado pasado en este Diario. Muestra las ruinas sobrevivientes de la torre, símbolo de la construcción de la vía.

Originalmente la torre tenía un reloj de cuatro esferas, una por costado, que por más de un siglo daba la hora a quienes entraban o salían de la ciudad. En su parte superior había un carillón, que con el sonido de sus campanas marcaba el paso de los tiempos, día y noche. El terremoto de 1906 abatió el carillón y su campanas desaparecieron, como otras de Valparaíso, por ejemplo una gigantesca del Cuerpo de Bomberos, precursora de las sirenas en dar la alarma, y las de la Iglesia del Espíritu Santo, víctima de un terremoto más reciente.

Pero, pese a los sismos, parte de nuestra rutina telúrica, la torre sobrevive, una isla en medio del tránsito, pero sin su tradicional reloj, posiblemente canibalizado y vendido como chatarra.

Y la torre misma, su interior, también ha sido arrasada y está convertida en refugio de quizás quién. La vergonzante realidad es que ese monumento que evoca el gran avance que significó el ferrocarril para Valparaíso hoy es una ruina. Nadie se interesa en su restauración, ni la municipalidad, sus miradas van por otro lado, ni Ferrocarriles del Estado, ahogado en proyectos, estudios y anuncios que no salen del túnel del tiempo. Claro, esto de los túneles es un tema ferroviario y nuestra cultura originaria hoy no está para monumentos.

La historia de la construcción de esta vía es hasta ejemplar en estos días en que el empleo es un recurso escaso. En una población, censo de 1854, de 1.439.120 personas, esa obra pública, que llegó a tener 10 mil trabajadores, significaba una verdadera revolución. De la faena campesina a la construcción acelerada, agotadora, peligrosa y hasta bien pagada.

Pero al chasco inaugural, una anécdota, se suma otra cotizada en pesos. William Wheelwright, con quien se había pactado la ejecución de la obra, contrató al ingeniero norteamericano Allan Campbell para trazar el recorrido y dirigir los trabajos. Estudios en terreno y bien acabados planos dibujados a pluma y con tinta china. Nada de programas computacionales, pero puso condiciones que la empresa no aceptó. Se contrató en Gran Bretaña otro ingeniero, Jorge Maughan. Estudió los planos de Campbell, que llevaba la ruta ferroviaria por la costa desde Viña del Mar a Concón para alcanzar luego Quillota y de ahí avanzar a la capital. Vía precursora del actual Camino Costero. Planteó ante el directorio de la empresa las dificultades de ese trazado. Polémicas, nuevos estudios y el ingeniero, quizás por los malos ratos, falleció. Llegó otro gringo, Guillermo Lloyd, quien con un informe condenó la ruta costera por costosa y peligrosa, augurando en el siglo antepasado los graves accidentes que hasta hoy que ocurren en el Camino Costero. Pese a trabajos ya avanzados, el directorio de la empresa adoptó lo que es la actual ruta por el interior. El chasco significó una pérdida de $327.303. Buenos pesos de esos años.

Tragedias

A través de los 187 kilómetros y de 169 años de existencia, la vía encierra variadas historias de progreso, de alegrías y de tragedias.

Las más graves casi en el mismo lugar, Queronque, poco antes de Limache. Allí, en la noche del 6 de julio de 1875, se desplomó un puente cuando pasaba un tren de pasajeros y carga. Nueve muertos, heridos y un incendio que consumió vagones y lujosa carga de gran valor, entre ella varios pianos.

Mucho peor sería lo ocurrido el 17 de febrero de 1986, cuando dos trenes llenos de pasajeros chocaron de frente. 58 muertos y 511 heridos. Causa basal, un atentado terrorista que había destruido parte de la doble vía del sector obligando a los trenes a circular por solo una.

Puntualidad

Por ley de 1905, que lleva la firma del Presidente Germán Riesco, se otorga una pensión de gracia de 3 mil pesos a don Basilio Arratia.

¿Quién era merecedor de este importante reconocimiento económico? El conductor de un tren que circulaba entre Llay Llay y Valparaíso, quien destacaba por el buen trato que daba a los pasajeros y por la puntualidad del tren. Personaje del siglo XIX, pero el convoy de su mismo horario hasta entrado los años 70 del siglo pasado se conocía como "El Arratia". Premio en dinero y reconocimiento rodante a un funcionario público de excelencia.

El último tren

Un timbre eléctrico conectaba la Estación Puerto con el Bar Arturo Prat, cercano al monumento a los Héroes de Iquique. 10 minutos antes de la partida del tren local salía a las 12 de la noche a Quillota, sonaba en el bar el timbre accionado desde la estación. Los parroquianos pagaban sus cuentas y partían a tomar el tren.

Desaparecieron el bar y el timbre, pero hasta los años 60 del siglo pasado el último tren local seguía partiendo a la medianoche. Era "El tren de los cura'os". Con vagones a media luz, el conductor, discretamente, para no molestar a los pasajeros soñolientos, recorría los pasillos pidiendo los boletos que "picaba" delicadamente para no hacer ruido, con su clásico alicatito niquelado. El mismo, discreto, evitando reconocer a viajeros pecadores, usaba anteojos oscuros.

Este último tren llegaba, después de haber pasado por Bellavista, a Barón, donde le esperaba, implacable en el horario, el reloj de la torre, quizás inspirador de Arratia. Hoy está con sus cuencas vacías, agonizante, convertida en chatarra vertical, compañera cercana de lo que fueron esos hermosos coches alemanes Link-Hofmann-Busch que articulaban el convoy, también convertidos en fierro viejo, con sus partes de bronce, como ya se ha dicho, canibalizadas y vendidas al kilo por unos pocos pesos.

por segismundo