La sociedad nueva del emperador
En agosto de 2005, el huracán "Katrina" azotó varios estados de Estados Unidos, entre ellos Florida, Texas y Louisiana, siendo la ciudad más afectada Nueva Orleans, que quedó inundada debido a que su sistema de diques colapsó, anegando al 80% de la ciudad y dejando una estela escalofriante de muertos, en su mayoría de descendencia afroamericana. Pero no serían estas las únicas secuelas del huracán. Casi inmediatamente Nueva Orleans se convirtió en una zona postapocalíptica, experimentando una regresión a un salvaje coto de saqueos, homicidios, violaciones, incendios y otros graves delitos, perpetrados muchos de ellos por individuos que Giorgio Agamben llama homini sacer, esto es, las personas excluidas del orden civil y de la comunidad política, quienes vagaban sin rumbo, guiados por el desenfreno, la ira, el odio y la violencia extrema.
El caso Nueva Orleans muestra que existe en nuestras democracias occidentales un temor creciente de que la desintegración del tejido social pueda llegar en cualquier momento, que algún evento de la naturaleza o un acontecimiento de otra índole reducirá nuestro mundo a un estadio bárbaro y primitivo, inferior, incluso, a las hordas estudiadas por la Etnografía. El miedo engendrado por la fragilidad del vínculo social es, en sí mismo, un síntoma de la debacle que supone un tal estado de cosas. ¿Hemos llegado como sociedad a un escenario tan siniestro? Si Estados Unidos, la policía mundial, el adalid de la democracia liberal, de la seguridad y el orden legal, tuvo su propio estallido social, ¿qué futuro debemos esperar para nuestra joven democracia, precedida de un régimen totalitario demasiado reciente?
Ante todo, es preciso distinguir entre poder y violencia. El poder es un fenómeno de la forma, lo decisivo en él es la motivación de la acción. Por su parte, Zizek distingue tres tipos de violencia: subjetiva, simbólica y sistémica, siendo esta última inherente al modo de producción capitalista y al modelo neoliberal. La política, aquí, es entendida como la emancipación y transformación que reposan sobre la afirmación de la "igualibertad", según el neologismo acuñado por Étienne Balibar. Pero hace falta un último elemento: la civilidad, que aborda las complejas relaciones entre la violencia y la política. La articulación de estas tres nociones es el baremo con el que ha de medirse a todas las instituciones democráticas y su grado, mayor o menor, de violencia sistémica.
La explicación (sino la causa) del 18/O habría que buscarla en la separación entre el ciudadano pleno y el homini sacer, que se constituye en el objeto preferente de la biopolítica: privado de su humanidad plena -por cuna o por desigualdades inherentes a la violencia sistémica-, es "cuidado" por un Estado paternalista no por razones humanitarias, sino por motivos disciplinarios y normalizadores o, más actualmente, por medio de mecanismos deshumanizantes constitutivos de lo que Byung-Chul Han ha llamado sociedades del cansancio, transparencia y de la mutua vigilancia.
Sin embargo, sospecho que esta distinción se ha vuelto en Chile cada vez más crepuscular. La idea orwelliana de un Gran Hermano que todo lo vigila, como el panóptico de Bentham, lejos de perder actualidad parece más vigente que nunca. En estos tiempos tumultuosos, volátiles y fragmentarios, la próxima elección de constituyentes será la prueba definitiva sobre si podemos seguir hablando de una genuina comunidad política.