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Postales ferroviarias

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¡Malta, Bil y Pilsen! Grito de guerra del vendedor que recorría los carros del tren con un canasto cargado de botellas. Ofrecía cervezas, malta y pilsener, y Bilz, precursora bebida de fantasía nacional con una etiqueta en que aparecía el rostro de su creador, un médico alemán. Se atribuía al refresco méritos curativos.

Las cervezas del tren procedían directamente de Limache. Subsiste la planta productora, hoy silenciosa y que, se dice, será convertida en centro cultural o algo así.

El vendedor de bebidas era un verdadero malabarista. Abría la botella, la entregaba junto con una pajita, cobraba, daba vuelto y seguía con su pregón pasando de un vagón a otro, abriendo y cerrando puertas.

Las ventas en los trenes y también en las estaciones eran parte del viaje, largos, hasta Puerto Montt o Iquique, o cortos, de Valparaíso a Santiago. Entre puerto y Mapocho corrían diariamente tres trenes expresos y dos ordinarios. Ordinario, denominación que hoy horrorizaría a los marketineros. Pocos viajeros aceptarían viajar en un "ordinario". Pero tenía acogida, pues paraba en todas las estaciones, no así los expresos, que solo se detenían en Viña del Mar, Quilpué, Limache, Quillota, La Calera y Llay Llay. Avanzando en el tiempo, años 60 del siglo pasado, apareció un automotor salón directo que hacía el viaje en dos horas 40 minutos.

Pero siguiendo con las ventas en los carros tenemos las sustancias de Chillán, consumo obligado de los niños, unos modestos sanguchitos de jamón y, con gran aceptación, diarios y revistas para todos los gustos. Los trenes fueron siempre buen lugar de lectura. Ahora se trata de revivir el gusto con libros viajeros en Merval.

Gran acogida tenían las Selecciones del Reader's Digest, inspiración norteamericana de lectura exprés, quizás sin nervio, y En Viaje, entretenida revista de Ferrocarriles para todos los gustos, sin "nicho" definido.

El tren, con sus a veces indeseadas pausas en medio de la nada, sin posibilidad de comunicación con quienes esperaban, fue para muchos estudiantes lugar que daba tiempo para el repaso de pesados textos de Derecho Romano o aterradores y bien ilustrados libros de anatomía.

Coquitos de palma

La venta y los pregones en las estaciones también animaban el recorrido, partiendo por El Salto, donde se ofrecían verdes racimos de coquitos de palma, sacados de los centenarios árboles que poblaban los cerros cercanos. Algunos, pese a los incendios, subsisten.

El Salto tiene historias olvidadas a partir de un hermoso salto de agua, hoy seguro seco, hasta un hotel elegido por muchos recién casados para pasar la luna de miel... increíble, pero cierto en estos tiempos de viajes de boda a lo menos a Bariloche. Estaba allí también el taller del escultor y pintor Aliro Pereira. La Lissa, visible desde el tren con sus muros de colores impresionistas. Dice el mito urbano que don Aliro falleció pobre en 1964, trabajando en una escultura que nunca cancelaron las autoridades que la encargaron. ¿Gobierno? ¿Municipalidad?

Bizcochuelos en quilpué

Siguiendo en la ruta entramos a Quilpué, localidad famosa en el siglo XIX por sus bizcochuelos. Escribe Vicuña Mackenna:

"Pero la producción más genuina y local de Quilpué es el bizcochuelo, manjar apetecido… hasta Llay-Llay, inundando todas las estaciones del valle. Cuando se anunció que el Presidente Pérez (1861-71) iba a hacer su entrada en Valparaíso por la línea del ferrocarril en su famoso paseo triunfal de 1862, todas las bateas de Quilpué se pusieron en requisición con el objeto de formar un arco colosal de aquella sabrosa pasta, debajo de la cual pasaría S.E."

El Presidente José Joaquín Pérez fue quien puso en duda la efectividad de un submarino "made in Chile" para atacar a la escuadra española que bombardeó Valparaíso en 1866. Escéptico, interrogó: "¿Y si se chinga?". Lamentable. Se hundió y de sus ocupantes nunca más supo. El Mandatario tomaba las cosas calma y así llegó a los 88 años. Sus adversarios políticos, medio en serio y medio en broma, decían: "¡Más encima, es longevo!"

Siguiendo en Quilpué, Vicuña Mackenna alude a la calidad de la harina del lugar. Tesis artesanal: es posible que esa calidad haya llevado al señor Carozzi a producir allí fideos. Solo recuerdos. En Quilpué ya no se hacen fideos y menos esos famosos bizcochuelos que daban hasta para un arco triunfal. Si desapareció hasta La Bombonera, inspirador salón de té de romances intercomunales.

Sigue el tren y llegamos a Quillota. Lógica venta en la estación de chirimoyas y paltas. Y cuando pasamos a La Calera la oferta es de dulces de La Ligua, fresquitos, recién llegados en el tren del ramal que va a ese pueblo y que además se prolonga hasta Iquique. Allí también se vende la famosa cerveza Floto, de La Serena.

Continúa el viaje y la parada en Llay Llay, donde la oferta es de tentadores sándwiches ave palta en pan amasado. Los mal hablados y envidiosos de siempre dicen que son de ave, pero no de gallina ni pollo, sino que de jote…

Lo que no se pone en duda es la higiene, pues las vendedoras lucen impecables tenidas blancas.

La incursión ferroviaria corta con decisión la implacable roca de la montaña. Dura tarea de hace más de 150 años que está ahí, a la vista y que hasta podría ser atracción turística con sus cortes, túneles y puentes.

Acercándonos más a Santiago se llega a Montenegro, una estación solo de ordinarios, pero que fue famosa por sus quesos de cabra. ¿Existen todavía los quesitos y las cabras? Y así comprando, comiendo o leyendo llegamos a Mapocho, última expresión de esas catedrales de acero que fueron las estaciones ferroviarias

Estas son las postales de un recorrido de 187 kilómetros cuando en estas mismas páginas se reflota el tema de los trenes con proyectos, anuncios y dudas que no tienen estación de término.

por segismundo