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POR SEGISMUNDO

RELOJ DE ARENA

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El colapso de Joaquín Edwards Bello se inicia por un simple cambio de números en el Hipódromo Chile de Santiago. El escritor, jugador de grandes apuestas, tiene el dato perfecto para la novena carrera. Piensa jugarle hasta la camisa a Forastero. Ahorros y hasta los pesos de un saldo de acciones -"un pucho"- que le cae por ahí.

Todo a ganador, al siete, y pone en la caja de apuestas 20 mil pesos de 1958 o 1959.

Jorge Edwards, escritor también, sobrino de Joaquín, relata el episodio en su obra "El inútil de la familia". El título alude al rompedor libro de Joaquín, "El Inútil", publicado en 1910, que escandaliza a la sociedad de la época, pues era precisamente un retrato, desde el interior, de la "aristocracia" de esos años.

Edwards Bello, nacido en Valparaíso, en 1887, en la antigua Calle del Teatro, hoy Salvador Donoso, pertenecía a una adinerada familia en la cual nunca se sintió cómodo. De chico sufrió bullying en el Liceo de Hombres porteño, debido precisamente a su origen social y a la fortuna de su familia.

Escribe Jorge que Forastero "era un animal chico, de piel arratonada, y feo. A él, sin embargo, por puro olfato, le tincó. Le gustó mucho. El pingo tenía una mirada indomable, casi demoníaca, y patas sólidas, nerviosas, de acero de buena ley".

Se inicia la carrera y la emoción, pues Forastero va séptimo. Finalmente arremete y cruza la meta, paga 8 veces y media. Y llega el momento de cobrar que reconstruye Jorge Edwards:

- "El ganador, señor -dijo el cajero-, es el ocho, y los boletos suyos son del número siete, Lucky Jim, el que salió placé.

-No puede ser -dijiste-. Yo le aposté a Forastero…"

Claro, se había equivocado y había jugado todo al siete, al que llegó segundo y Forastero era el ocho. Un riesgo muy de la hípica, pues muchas veces se juega a un número debido a que el nombre del pingo es medio confuso y puede venir la equivocación.

Tras la derrota económica, grave, Edwards Bello sufre un colapso que se arrastra en el tiempo hasta llegar al fatal 19 de febrero de 1968, en que se quita la vida disparándose un tiro con su revólver Colt en su casa del barrio Brasil de Santiago.

Joaquín Edwards Bello había conseguido la consagración como escritor. Obtiene los premios nacionales de Literatura (1943) y de Periodismo (1959). Sus artículos semanales en el diario La Nación son exitosos y seguidos por miles de fieles lectores, desde altas autoridades del país hasta simples dueñas de casa.

Su vida sentimental, con Mayita, una mujer sencilla y organizada, se estabiliza tras variados altibajos afectivos de esos que cruzan los mares.

El desafío del juego

Su vida se desarrolla al margen de su grupo social, de su familia, pero siempre está cerca de la tentación del juego. Quizás no busca fortuna, pues tiene una aceptable situación económica, sino que el placer ese de ganar, de derrotar al destino.

En Europa había jugado en los hipódromos y casinos más importantes y, por cierto, en Chile. En uno de sus artículos recuerda que, paradojalmente, en 1921 jugó bacará "en el mismo cuarto que había sido mi dormitorio"

El caso es que era el local del Club Valparaíso, calle Condell, entonces número 146. Había sido la casa familiar de los Edwards Bello hasta que en 1920 su madre, Ana Luisa Bello de Edwards, la vendió al entonces exclusivo y poderoso Club Valparaíso. Posteriormente, el mismo Club la vendió a la Municipalidad, que hasta hoy, con el número 1490, tiene allí su sede. Se jugaba fuerte en el Club, que se trasladó en los años 40 del siglo pasado al décimo piso del edificio de Condell 1190, donde falleció de inanición, esa misma que amenaza a Valparaíso.

Cuando la Municipalidad de Valparaíso declaró al escritor "Ciudadano Benemérito", junto con Salvador Reyes y Manuel Rojas, declaró:

"Aquí, precisamente en esta sala de sesiones, vine al mundo…En esta amplia habitación donde mi madre me alumbró, pasé también años felices…"

En verdad, Joaquín fabulaba para el público, pues había nacido por ahí cerca, en la calle del Teatro.

Teresa en el casino

El jugador de todas maneras era cliente habitual del Casino Municipal de Viña del Mar, que solo funcionaba del 15 de diciembre al 15 de marzo. Hace vivir su experiencia a Teresa, la protagonista de "La chica del Crillón", quien dice en un pasaje de la novela:

"Es preciso tomar posesión de Viña, y para ello los primero es ir al Casino. Cuento con los billetes, un vestido lamé argent de escotes triangulares hasta la cintura…Calculé sagazmente, y por libro, mi entrada en la sala de juego. Desde la puerta y antes de que el mozo la abriera, escuché el ruido seco de las fichas, igual a entrechocar de canillas humanas…Serían las once de la noche. ¿Era aquello el vestíbulo de la muerte o la antesala de la gloria?"

Agrega Joaquín en voz de Teresa:

"Al penetrar en la famosa sala de juego, experimenté una desilusión; el ruido de canillas producido por las fichas se acordaba perfectamente con esa sala grande y blanca, sin adornos, como una clínica, donde las mesas de juego parecen mesas de operaciones. La gente que jugaba, en su mayoría hombres y viejas del tiempo de Mabel Norman y de Perla White, era ordinaria…Los únicos elegantes en esa sala tétrica, sin cortinajes, ni alegría ni vista al mar, era los crupieres argentinos. Después he oído que se trata de la sala de juego más fea y triste del mundo".

Seguramente, Joaquín, el jugador y autor, tuvo malas experiencias con la ruleta o el punto y banca, los únicos juegos del Casino de entonces, con solo cinco años de existencia en que no se conocían las tragamonedas. Además, el cosmopolita Edwards Bello, comparaba la sala viñamarina con aquellas que conoció, con buena o mala fortuna, en Europa.

Joaquín en boca de Teresa habla de las "viejas". Entra ahí a una de las figuras clásicas que por años menudeaban en las salas de juego del Casino viñamarino, especialmente en las mesas de ruleta. Eran en verdad distinguidas señoras de edad mediana, jugadoras por afición o por necesidad.

Las joyas y la sopita

Las aficionadas, generalmente de la socialité capitalina, se entusiasmaban y perdían. El dinero que les habían entregado sus esposos para que "pasaran el rato", no alcanzaba. Ahí estaba el recurso secreto de empeñar o vender alguna joya valiosa. Frente al Casino mismo operaban algunos prestamistas informales y cerca, en calle Arlegui, funcionaban abiertamente casas de préstamo. Recuerdo "El Caballo Blanco", de un respetable señor español. La joya se podía rescatar devolviendo el dinero con el interés del caso. Pero la suerte era esquiva y no había dinero para el rescate y el prendedor ese, con sus brillantitos, o el anillo aquel, oro purito y una piedrecita costosa, se perdían. ¿Explicación para el marido?

Un aviso en el diario ofreciendo una recompensa por tal o cual joya extraviada en el trayecto entre Tres Norte y la Avenida Libertad. ¡Qué descuido! Era un recuerdo…Claro, un aviso sin destino, pero una prueba material, escrita, del interés por recuperar esa linda joyita devorada por la ruleta víctima de una de esas martingalas seguras, que de seguras solo tenían la ilusión.

Y las otras "viejas" de Teresa, también respetables, eran unas señoras de buena familia, venidas de menos, que habían convertido su añosa casa, otrora quizás una mansión, en residencial, una pensión solo para gente muy respetable. Conocíamos en casa en una señora de muy buen apellido, ancestros británicos o franceses, que arrendaba algunas piezas a respetables señoritas también de buena familia, tal vez oficinistas porteñas.

El presupuesto de estas damas no alcanzaba y trataban de cuadrarlo jugando unos pesitos en la ruleta. Rutinariamente iban todas las tardes. Sin ambición apostaban a las "docenas", a los "colores" o "pares o nones". Nunca plenos. Ganaban unos pesitos, suficientes para cerrar el mes y se retiraban satisfechas. Cuando la cosa de ponía negra y perdían su esmirriado capital se notaba en la cocina de la pensión en que la sopa era sanita, pura verdura bien lavada y la carne solo una evocación de tiempos mejores.

En fin, historias de números equivocados como aquel 7 que debió ser 8 de Edwards Bello o ese 0 traidor que se llevó el capital de esa distinguida señora que hacía frente a quizás qué adversidad de la vida.


Esos números traidores