Los Adactuler
Adelanto del libro "El viento conoce mi nombre". Por Isabel Allende
Viena, noviembre-diciembre de 1938
Había en el aire un anticipo de desgracia. Desde temprano, un viento de incertidumbre barría las calles, silbando entre los edificios, introduciéndose por los resquicios de puertas y ventanas. «Es el invierno que ya está aquí», murmuró Rudolf Adler para darse ánimo, pero no podía atribuirle al clima o al calendario la opresión que sentía en el pecho desde hacía varios meses.
El miedo era una pestilencia de óxido y basura que Adler llevaba pegado en las narices; ni el tabaco de su pipa ni la fragancia cítrica de su loción de afeitar lograban atenuarla. Esa tarde el olor del miedo agitado por la ventisca le impedía respirar, se sentía mareado y con náuseas. Decidió despachar a los pacientes que esperaban su turno y cerrar la consulta temprano. Sorprendida, su asistente le preguntó si estaba enfermo. Trabajaba con él desde hacía once años y en todo ese tiempo el médico nunca había descuidado sus obligaciones; era un hombre metódico y puntual. «Nada serio, sólo un resfrío, frau Goldberg. Me iré a casa», replicó él. Terminaron de ordenar el consultorio y de desinfectar el instrumental y se despidieron en la puerta, como cada día, sin sospechar que no volverían a verse. Frau Goldberg se dirigió a la parada del tranvía y Rudolf Adler se fue caminando a paso rápido las pocas cuadras que lo separaban de la farmacia, con la cabeza enterrada entre los hombros, sujetándose el sombrero con una mano y su maletín con la otra. El pavimento estaba húmedo y el cielo encapotado; calculó que había lloviznado y que más tarde caería uno de esos chaparrones de otoño que siempre lo pillaban sin paraguas. Había recorrido esas calles miles de veces, las conocía de memoria y nunca dejaba de apreciar su ciudad, una de las más hermosas del mundo, la armonía de los edificios barrocos y art nouveau, los árboles majestuosos en los que ya empezaban a caer las hojas, la plaza de su barrio, la estatua ecuestre, la vitrina de la pastelería con su despliegue de dulces y la del anticuario, llena de curiosidades; pero en esa ocasión no levantó la vista del suelo. Llevaba el peso del mundo en los hombros.
Ese día los rumores amenazantes empezaron con la noticia de un atentado en París: un diplomático alemán asesinado de cinco tiros por un muchacho judío polaco. Los altavoces del Tercer Reich clamaban venganza.
Desde marzo, cuando Alemania había anexado a Austria y la Wehrmacht desfiló con su soberbia militar por el centro de Viena, entre los vítores de una multitud entusiasta, Rudolf Adler vivía angustiado. Sus temores habían comenzado unos años antes y aumentaron en la medida en que el poder de los nazis se fortaleció con el financiamiento y las armas de Hitler. Recurrían al terrorismo como arma política, aprovechando el descontento, especialmente de la juventud, por los problemas económicos, que se arrastraban desde la Gran Depresión de 1929, y el sentimiento de humillación que produjo la derrota de la Primera Guerra Mundial. En 1934 asesinaron al jefe de Gobierno, Dollfuss, en un fallido golpe de Estado, y desde entonces habían matado a ochocientas personas en diversos atentados. Amedrentaban a sus opositores, provocaban disturbios y amenazaban con una guerra civil. A comienzos de 1938 la situación de violencia interna era insostenible, mientras al otro lado de la frontera Alemania presionaba para convertir a Austria en una de sus provincias. A pesar de las concesiones que hizo el Gobierno ante las demandas alemanas, Hitler ordenó la invasión. El partido nazi austríaco había preparado el terreno y las tropas invasoras no sólo no encontraron ninguna resistencia, sino que fueron aclamadas por la mayor parte de la población. El Gobierno claudicó y dos días más tarde el mismo Hitler entró triunfante en Viena. Los nazis establecieron un control absoluto en el territorio. Toda oposición fue declarada ilegal. Las leyes germanas, el aparato de represión de la Gestapo y las SS, y el fanatismo antisemita entraron en vigor de inmediato.
"El olor del miedo agitado por la ventisca le impedía respirar, se sentía mareado y con náuseas. Decidió despachar a los pacientes que esperaban su turno y cerrar la consulta temprano.