Ciclo político y el largo plazo en la ciudad: el desafío invisible
La relación entre reformas electorales y la calidad de nuestras ciudades, no es algo evidente entre técnicos.
El próximo domingo seremos testigos de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales para Chile. Dos reformas relativamente recientes en la definición de nuestra democracia condicionan estos comicios, con fuertes efectos, además, en la gestión de los gobiernos. La primera es la reducción del periodo presidencial de 6 a 4 años y la segunda es aquella que estableció voto voluntario. A menos de una década de la implementación de ambas reformas es posible observar cómo estas apuestas han mermado el marco institucional para el desarrollo territorial.
En primer término, la reducción del periodo presidencial funciona como incentivo a la creación de políticas públicas de corto aliento que puedan ser visibles al tercer o cuarto año de cada gestión. Por lo anterior, menos atractivas resultan aquellas iniciativas de Estado de largo plazo, que requieren procesos complejos, demandan coordinación intersectorial y, además, implican grandes inversiones que probablemente verán sus frutos en administraciones venideras. Ello se acentúa si consideramos además las restricciones heredadas de los gobiernos salientes por medio de la Ley de Presupuesto, configurando así un escenario propicio para medidas cortoplacistas.
Justamente las políticas de horizonte mayor son las que requieren nuestras ciudades para potenciar el desarrollo y disminuir la brecha social, lo que es poco atractivo para gobiernos que caducan en cuatro años. Lo anterior se traduce en el bloqueo de los proyectos de infraestructura y limitación de políticas urbanas trascendentes. Frente a ello, figuras de la política comienzan a plantear la necesidad de desacoplar los proyectos de infraestructura urbana de los ciclos presidenciales.
En segundo término, el paso de voto obligatorio a voto voluntario ha distorsionado la representación del sistema democrático. Existe numerosa evidencia que confirma la experiencia internacional previamente advertida: los pobres votan menos que los más ricos. Este efecto, desde el punto de vista territorial, profundiza la desigualdad socioeconómica, ya que los habitantes de las áreas periféricas no sólo están lejos de las oportunidades de los centros urbanos, sino que también están más distantes aún de la capacidad de decidir quién debe gobernar.
Naturalmente esta situación condiciona el discurso y las futuras políticas públicas que tenderán a orientarse a satisfacer las necesidades de quienes votan por sobre las de los postergados, colocando en agenda aquellos temas que a las elites les interesa discutir, profundizando con ello más aún la dramática segregación socioespacial de las ciudades chilenas. Esto es lo que ha ocurrido en los últimos años con la priorización de la gratuidad universitaria por sobre otras demandas relacionadas con la cobertura de salud, acceso a vivienda digna o seguridad en barrios.
La relación entre reformas electorales y la calidad de nuestras ciudades, no es algo evidente entre técnicos. Probablemente, si estuviéramos más conscientes que la población de las periferias empobrecidas cuenta con menor acceso a información, movilidad limitada para acudir a centros de votación y mayor costo para sufragar, los representantes políticos que se dicen progresistas habrían discutido un poco más la aplicación del voto voluntario. Por otro lado, con gobiernos cortos es difícil diseñar e implementar políticas que nos ayuden a resolver dichas carencias de planificación urbana e inversión a largo plazo.
Nuestras ciudades requieren de un marco institucional que facilite su desarrollo, que permita una mirada de largo aliento, que trascienda de los gobiernos de turno y que centre la mirada en el territorio como un atajo para resolver los problemas de hoy con visión de futuro.
No obstante lo anterior, hoy emerge un hecho que limita las políticas de largo plazo. Este es la aversión a la palabra "consenso", que desde cierto espacio de la izquierda se ha instalado, acompañado de una distorsionada visión de lo que fue la transición democrática. Acertadamente, el exministro de Hacienda, Alejandro Foxley, ha acuñado el término de "La Segunda Transición" para revalorizar la necesidad de buscar los nuevos consensos de desarrollo que permitirán a Chile enfrentar los desafíos del presente siglo.
Como se ve finalmente, las políticas públicas urbanas que trascienden gobiernos requieren también de nuevos consensos, lo cual será difícil en un escenario político de fragmentación y polarización. Es de esperar que la nueva configuración parlamentaria contribuya a buscar acuerdos que faciliten una visión de futuro con perspectiva territorial para mejorar nuestras ciudades y la calidad de vida de sus habitantes.
Integrantes Corporación Metropolítica
Juan Pablo Urrutia / Marcelo Ruiz